“Estoppel”: Adverar el obrar internacional del Estado

0
921

Por CAMILO HUGO RODRIGUEZ BERRUTTI, Profesor de Derecho Internacional Público en la Universidad del Salvador

Trátase, por consiguiente, de la descripción y de las definiciones concurrentes a proporcionar del “estoppel» una presentación susceptible de ser comprendida con apelación a sus fundamen­tos filosóficos y a la aplicación hecha por los tribunales internacionales.» (Convención de Vie­na sobre derecho de los tratados, art. VL —Adla, XXXII-D, 6412—)

Coherencia y certidumbre han de derivarse de los actos por los cuales los Estados se relacionan en sus aproximaciones recíprocas, y ambas deben entrañar la confiabilidad necesaria para que sus conductas positivas u omisivas adquie­ran sentido y eficacia, en un mundo donde todavía falta el legislador internacional y siguen siendo fuentes del derecho la costumbre y el comportamiento Unilateral mediante ciertas ma­nifestaciones exentas de rigorismo ritual. La declaración Hilen, acogida por la antigua Corte de Justicia Internacional en el clásico caso de Groenlandia Oriental (Dinamarca v. Noruega) ilumina sobre el concepto.

De frente a esta responsabilidad primaria, de proceder de buena fe —principio cardinal incon­cuso aun fuera de toda convención y además codificado en el “tratado de los tratados”, art. XXXI, Viena, 1969 — hallase su corresponden­cia lógico-jurídica: que la confiabilidad se afian­ce y reflecte sobre un comportamiento etático libre de contradicciones con sus propios antece­dentes, susceptible de ser conocido y aceptado por el resto de la comunidad internacional como versión genuina de su comprensión y compromi­so acerca del caso. Corolario inescindible del principio de la buena fe, que puede incluirse en el orden vertebral (jus cogens) del derecho internacional público, las acciones o el silencio que susciten la alegación del estoppel, se instalan como se ha dicho en la obra de los doctores De la Guardia y Delpech sobre el “Derecho de los tratados y la convención de Viena de 1969” con uña eficacia y amplitud” aplicable a toda situación jurídica”. Se compren­de así, entonces, que exista la obligación, en términos de legalidad internacional, de que todo Estado actúe y proclame, en tanto y mientras las circunstancias lo clamen, en consonancia con el resumen de sus derechos de intereses en una funcionalidad y representaciones imantadas consistentemente con ellos. De ahí que exista una tensión razonable, una correspondencia real y permanentemente actualizada —la célebre sentencia de Max Huber en el caso de la isla de Palmas estableció que el derecho de soberanía habría de estar continuadamente confrontado con las cambiantes circunstancias del derecho internacional— entre los atributos o componentes del Estado y la necesidad de hacer ostensible su titularidad, especialmente cuando las cuestiones relevantes convocan a ello, a riesgo de que, en su defecto la omisión o reticencia pueda ser, entonces, reputada concesión, aquiescencia o reconocimiento de una situación por la cual puedan ser afectados esos atributos o partes integrantes de la unidad originaria del derecho internacional, quedando perdidas “de una vez y para siempre” —como lo ha dicho la Comisión de Derecho Internacional de la Asamblea Gene­ral— deviniendo expirado un derecho, un título, un motivo de alegación, cuando su defensa no se produce si es llamado a hacerlo. En un caso de jurisprudencia también clásico, cual lo es el de las pesquerías anglo-noruegas en el Mar del Norte (fallo de 1951), notablemente, el Reino Unido fue sancionado por la Corte Internacional de Justicia como consecuencia de no haber opuesto ninguna reclamación al sistema estable­cido y practicado por las autoridades noruegas y cancelado todo valor de sus alegaciones por razón del silencio, cuando, de haber existido una base de derecho era preciso agitar su contenido y contestar adecuadamente el proceso de conso­lidación de los títulos históricos de Noruega. El mismo Reino Unido, en el caso “Ambatielos” ha sido tachado de inconsecuencia con sus actos previos, a los cuales la antigua Corte Permanente de Derecho Internacional no admitió pudiera contrariarse sin fundada razón. Allí el gobierno inglés llegó a decir que la declaración signada simultáneamente con el texto del tratado anglo- griego de 1926 no formaba parte de éste. Pero la Corte comprobó la inclusión de la declaración por el Reino Unido como integrando el tratado; en comunicaciones internacionales, en especial a la ex Sociedad de las Naciones; en ocasión de verificar el intercambio de ratificaciones, etc. Estos antecedentes relevantes pusieron de mani­fiesto cuál había sido la sustancia inherente al efectivo reconocimiento de un carácter vincula- torio de la declaración, porque, todavía, desde los tiempos de Ulpiano, “las cosas son lo que son, no lo que parecen”, y, en punto a las virtualidades del estoppel —casi nunca designa­do por su nombre por la justicia internacional, aunque elevado y mantenido sin limitaciones para tratados en la Convención de Viena de 1969- la Corte concluyó que los actos previos del Reino Unido habían creado un reconocimien­to que había de ser tenido por expresión y presentación de la verdad rectamente interpreta­da, en el sentido de que, en definitiva instancia, sería sobre la base del contendido del tratado originario de 1886 entre las partes que se definiría la controversia.

Del estoppel puede decirse (de mi obra “Malvinas, última frontera del colonialismo”, Cap. I, Eudeba, 1975) que constituye uno de los principios que concurren al objeto y fin organizacional de la comunidad de Estados —lo que no impide sea aplicable en toda circunstancia jurídi­ca con otros sujetos del derecho internacional— y está conectado a la necesidad de erigir bases de un orden público internacional. Originario del foro doméstico inglés, para los anglosajones, tiene su réplica del derecho románico continental en la concepción del apotegma: non concedit venire contra factum propio, y expresa la ratio y la voluntad del derecho y también de la sociedad de Estados porque, actuando sobre las conductas particulares de elfos, sea afirmado el mérito de la coherencia, univocidad y lealtad de lo que sus actos representan para inteligencia del derecho, así por la acción positiva como en función de omisiones calificadas que pueden ser tenidas por declinación o reconocimiento. Así, aunque exenta, de sistemática, incompleta y sin mayor atención a la jerarquía de los antecedentes, la presentación del discurso ministerial ante la Asamblea General, recoge, en 1982, por primera vez, y abrevando en estudios inaugurados en mi citada obra, la argumentación con pedestal en esta figura capital del mundo jurídico, encabal­gada sobre el fondo y también en lo procedimental: allegans contraria non audiendus est. De entre los múltiples hitos representativos de admisiones explícitas o implícitas por el Reino Unido de su ilegal presencia en Malvinas puede, todavía, agregarse, el contenido legal, y también político-diplomático, ínsito en el llamado “frus­trado acuerdo” en 1968, donde, mediante una fórmula conjunta, que fuera conocida y no objetada en la Asamblea General de las Naciones Unidas, se reconoció que era necesario y perti­nente devolver el archipiélago y, además, que el gobierno de Londres estaba dispuesto a hacerlo. La jurisprudencia de la Corte, incluso desde tiempos de la antigua Corte Permanente de Justicia Internacional es categórica y clara en el sentido de asignar a estos acuerdos, aun a falta de ratificación, el rango de ser “un estatuto provisional en beneficio de los signatarios”. El acuerdo de 1968 prevenía la devolución de las islas a la Argentina en un plazo no menor de cuatro años ni mayor de diez. Tales acuerdos tienen, cuándo menos, el valor de señalar incontestadamente, qué es lo que cada parte tiene derecho a esperar de la otra, sin que esta se oponga, y, dentro de un plazo prudencial, que no sean ejecutados actos que frustren el objeto y fin del pacto. En 1982 habíanse excedido largamen­te los diez años fijados como máximo para la restauración de hecho, de la soberanía argentina, pero el estoppel o impedimento jurídico para que el Reino Unido pueda ir contra las concesiones* del acuerdo de 1968 siguen vigentes.

Esta figura tiene amplia recepción en jurispru­dencia y en doctrina; en nuestro hemisferio varias codificaciones lo recogen (vid. Phanor J. Eder: “Principios característicos del Common Law y del Derecho Latinoamericano”, ps. 92 etc. s. s.); es aplicado como de juridicidad imperante por la justicia internacional, tan modernamente, que el principal órgano judicial de las Naciones Unidas lo ha traído a sus consideraciones en profusa serie de casos: en la litis entre Bélgica y España por la quiebra de la Barcelona Traction; durante la instancia por las parcelas fronterizas entre Bélgica y Holanda; en ocasión de la disputa entre Noruega y el Reino Unido por las pesquerías del Mar del Norte; en la cuestión del Africa Súd occidental (Namibia) donde la Corte señaló que Sudáfrica había admitido que continuaba ligada por el mandato de la ex Liga de las Naciones, y también al emitir la opinión consultiva requerida por el Consejo de Seguridad – (resolución 284 del 29/7/1970): allí la Corte señaló que aquello que no había sido cuestionado en su oportunidad no podía plantearse ante ella, en clara aplicación del principio del estoppel, según el cual el compor­tamiento anterior, que ha producido en el resto de la comunidad internacional la percepción de la realidad según una parte, no puede ser alterado por ésta, que sigue obligada, porque no puede evitarlo, a respetar el sentido de sus anteriores representaciones. También ha estado presente el estoppel en el casó de las Pesquerías anglo-noruegas; notablemente en la disputa entre Honduras y Nicaragua; para solución de la cuestión entre Camboya y Tailandia en el punto de la frontera del templo de Préah Vihéar; en el primer asunto de la usina de Chórzow (C. P. J. I., 1924, A. 9); en los casos de empréstitos servio y brasileños; intereses alemanes en Alta; Silesia, y en múltiples soluciones arbitrales de menor jerarquía que la Corte Internacional de Justicia, aunque siempre como determinante jurídico imantado a la buena fe; la lógica y la razonabilidad. (Con el voto de Guggenheim, la comisión de conciliación franco-italiana alude a la aplicabilidadd el estoppel como se comprueba en “Recueil des Sentences Arbitrales” de la O.N.U., XVI, p. 219).’ La autoridad de juristas como Jiménez de Aréchaga lo avala normalmente (vid. “Curso de derecho internacional público, t. n, núm. 45), al igual que Verdross; Pecourt García; Witemberg; Ferrer Vieyra y Espeche Gil, entre nosotros; el segundo desde su increíblemente inédita monografía sobre este específico instituto (vid, mi obra cit., p. 7, nota 18; además. Barale, Dominicé y, entre tantos otros) Waldock, para quien la preclusión incluye al estoppel y, quizá, algo más. El emitiente jurista Alfaro, desde la vicepresidencia de la Corte, en la litis planteada sobre el caso del templo dijo: “Whatever term o terms be employed to designate this principle such as it has been aplied in the international sphere, its substance is always the same inconsistency between claims or allegations put forward by a State, and its previous conduct in connectio therewith, is not admisible” (Merits, C. I. J., Reports, 1962, p. 6).

Este secular principio que ha concitado la aquiescencia de la comunidad internacional, ofrece un importante bagaje de testimonio de sus virtualidades para la elucidación jurídica del caso Malvinas. (Así lo he demostrado en comunicación al XI Congreso Internacional de Dere­cho Comparado —Caracas, 1982— que fuera citada por el doctor Gros Espiel en su memorable conferencia publicada por la Secretaría de Educación de la Nación). Son numerosas las ocasiones en que aparece la certidumbre de que por sola virtud del estoppel cabe discernir a qué Estado corresponden ciertos derechos decisivos; igualmente, y por ende, es deber de los Estados salvaguardar sus títulos y argumentos protegién­dolos de toda contingencia que pueda proporcio­nar a su contraparte la posibilidad de oponerle, a su vez, el estoppel. He aquí ’ un punto de conexidad sustantivo con la consulta que se me formula, dadas las circunstancias que sobrevie­nen en las islas Georgias, que integran la reivindicación argentina, en el marco general y fundamental del principio de unidad nacional e integridad territorial de los Estados, «a cuya afirmación, para casos donde existen disputas de soberanía, concurre el párr. VI de la Carta Magna de la Descolonización, la resolución 1514 (XV), expresamente consagrado en benefi­cio y tutela de situaciones en las cuales al crimen colonial se aduna la previa usurpación por la Parte que detenta la administración actual del territorio. Aquí obran antecedentes relevantes en apoyo de la causa argentina, además y más allá de sus propias argumentaciones, como que la mayoría de las naciones, en pronunciamientos de importantes grupos de países, como de órganos jurídicos y organismos internacionales, han coincidido en proclamar los indiscutibles dere­chos de esta Parte, colocándola en trance de hacer todo lo posible para que ninguna circuns­tancia obste a enervar o cancelar tales derechos y expectativas. Sobre el particular no podría obviarse el hecho de que el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) en su art. IX (Adla, X-A, 4) reputa un acto de agresión el ataque a una parte de la población del Estado, con una sabiduría comprensiva de hipótesis no desdeñables, como la efectivamente consumada en marzo de 1982 sobre un grupo de nacionales argentinos, parte del cuerpo social de ese país.

Existe en el mundo de las relaciones y del derecho internacionales —particularmente en esta última área— un imperativo de seguridad, orden y confianza, “standard mínimo” como valla infranqueable a las conveniencias naciona­les, que explícita el descenso de las conceptuaciones hegelianas del Estado, y somete a éste al imperio de una observación permanente, ya para interdictar ciertas conductas (hoy el Estado no puede realizar todo cuanto está en su voluntad y debe ajustarse a reglas imperativas del jus cogens codificado en la Convención de Viena), ya en vista de disciplinar la sinergia de los actos oficiales por sí con ellos, positivos u omisivos pudiera colindir con sus anteriores objetivacio­nes, lo que viene sancionado, justamente, por la estrictez del estoppel. Su consagración deviene tan natural como lo es lógicamente el principio de no contradicción en que tiene sustento ontológico, y hasta la propuesta de los Estados Unidos que tendía a limitar sus efectos —preten­diendo introducir la caducidad del derecho a ejercitarlo— fue rechazada. Es que la comuni­dad internacional resiste la cohonestación de actos anárquicos de los Estados, constríñéndolo a la responsable aceptación de las consecuencias del quebrantamiento del deber de no contradecir su versión de la realidad jurídica tal como ha sido transmitida por las apariencias al resto del mundo. Se inhibe, así, la incongruencia entre el comportamiento previo y la secuencia de actos subsecuentes, lo que conduce hasta Ennecerus (glosado por I. Pizza de Luna en su estudio publicado en la Revista de Homenaje a J. Couture, Montevideo, 1957) ya que “a nadie es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta cuando esta conducta, interpretada objetivamente según la ley, las buenas costumbres o la buena fe justifica la conclusión de que no se hará valer un derecho, o cuando el ejercicio posterior choque contra la ley, las buenas costumbres o la buena fe…. Y Papiniano (I, 75, D-50-17) “nemo potest mutare consilium su um in alteris iniuriam” (nadie puede mudar su propio designio en perjuicio de tercero). Griffith, V. A. coincide con este apotegma milenario: «estoppel… en cuya virtud alguien que por su manera de obrar, con palabras o mediante actos produce en otros la creencia racional de que ciertos hechos son ciertos, y el último obra sobre la base de tal creencia, impide al primero que pueda negar la verdad de lo que ha representado…”.

Si, en la especie, un Estado consintiera sin respuesta adecuada, actos que, rozando su soberanía territorial, pusieran en entredicho su derecho a defender proporcionalmente sus títulos y su población afectados, se haría pasible de gravosas consecuencias inherentes al estop­pel. Por algo, además, tan sólo en el caso de las islas Minquiers y Echreous en el Canal de la Mancha (Francia v. Reino Unido), la parte británica se benefició directamente de la alega­ción pertinente de -estoppel—por partida doble, incluso debido a la importancia atribuida por la Corte al hecho de que Francia no hubiera opuesto reservas a una nota diplomática. Piénse­se qué decidiría la Corte ante falta de respuesta frente a una afectación de la supremacía territo­rial en tiempos cuando, a la luz de los modernos desarrollos del derecho internacional han sido trasvasados largamente los límites (discutidos límites) impuestos al derecho del Estado a su legítima defensa por la Carta de las Naciones Unidas. En efecto: el derecho de la descoloniza­ción ha incluido sin sombra de duda, con el reconocimiento de la legitimidad inherente al uso de la fuerza por los movimientos revolucio­narios —caso de Namibia y el Swapo— y también al crear una convalidación por anticipa­do para facilitar y beneficiar todas las activida­des, aun de orden militar, de apoyo material y efectivo de otros Estados hacia la consecución de los fines de aquellos movimientos en sus propó­sitos de beligerantes, una ampliación considera­ble a las posibilidades del Estado para evadir le sea opuesto el estoppel por omitir actos materia­les de salvaguardia, cuando es llamado a procla­ra, cierta y reciamente, su voluntad conservado­ra, en el mejor sentido del término, de su integridad territorial, de la incolumidad de su población o de su unidad o dignidad nacional.

El ataque armado que suscita amparo en él derecho a legítima defensa, y que, siendo además dirigido contra una parte de la población —Georgias del Sur, marzo de 1982— encarta en la precisa hipótesis del Tratado de Río de Janeiro (TIAR) por el inmenso poder actual y potencial del Estado .agresor— art. IX de dicho pacto interamericano —propone la adopción de medi­das consecuentes y apropiadas a fin de que por razón alguna, por motivos de omisión, reticencia o excesiva cautela, vaya a producirse en el futuro la imputación de haber incurrido la Argentina eñ estoppel. Esta consideración no es utópica ni baladí: baste recordar que el Reino Unido ya apeló a alegar abandono de las Malvinas tan sólo por haber permitido al Reino Unido realizar maniobras navales durante la Guerra Mundial J (memorándum hecho circular durante la Conferencia de Bogotá —O.E.A.— en 1948).

Existen, por ende, motivos suficientes, a la luz de tales antecedentes jurídicos y de política internacional del Reino Unido, para alcanzar la convicción absoluta de que su gobierno, obligado —estoppel mediante— a ser consecuente, y también por razones de conveniencia y oportunidad, habría de prevalecerse, sin vacilaciones, de cualesquiera concesiones, admisiones, respuestas lábiles, demoras o también otras modalidades de la aquiescencia, para procurar fortificar su propio caso de frente al resto del mundo. Como si, “basándose en tales actitudes” -otro elemento a tener en cuenta, como lo apunta lúcidamente el profesor doctor Rizzo Romano en las palabras liminares con las que honrara la ya citada obra de mi autoría— pudiera hallar base para prevalecerse de una situación creada, originariamente, por el Reino Unido, en función del primer uso de la fuerza.

La Ley, T 1986-E. Sec. Doctrina Pag. 876-880