MALVINAS, ÚLTIMA FRONTERA DEL COLONIALISMO

MALVINAS, ÚLTIMA FRONTERA DEL COLONIALISMO

Camilo Hugo Rodríguez Berrutti

“La de unos derechos esta ligada indisolublemente a su conocimiento”

GUGGENHEIM

PRÓLOGO

Por presentación de un amigo común y colega de la Asociación Argentina de Derecho Internacional —el diplomático doctor Miguel Ángel Espeche Gil— conocí al profesor doctor Camilo Hugo Rodríguez Berrutti, autor de un trabajo que, en mi condición de argentino e in­ternacionalista, especializado en cuestiones territoriales, despertó de inmediato mi curiosidad.

Luego de leer el original de Malvinas, última frontera del colonialismo, no pude menos que felicitar a este escritor, docente universitario, doctor en diplomacia y miembro de la prestigiosa Asociación Uruguaya de Derecho Internacional, relacionándolo de inmediato con distinguidos expertos en el tema, a la par que realizaba gestiones tendientes a publicar en nuestro país este magnífico aporte que —por provenir de un hispanoamericano rioplatense, originario de la Nación tal vez más próxima a nuestros sentimientos, a quien no me atrevería a llamar ex­tranjero— cobra una nueva dimensión, máxime por el beau geste del ofrecimiento ab initio et sine lucro del producto intelectual de largos y profundos estudios iusinternacionalistas.

Si bien el problema planteado por la inicua acción británica en nuestras Malvinas, hace ciento cuarenta y dos años, ha merecido —es­pecialmente bajo su faz histórica— excepcionales aportes bibliográficos que podrían llegar a convertirlo en una vexata quaestio, novedosos enfo­ques jurídicos, bajo el doble aspecto de lege lata y de lege ferenda, tornan a este verdadero alegato —con originales argumentaciones merecedoras de ser tomadas en cuenta por nuestras autoridades competentes, com­puesto sine ira et studio, luego de una exhaustiva investigación—, en una obra indispensable de consulta y un material imprescindible de divul­gación, digno —por la seriedad de su enfoque, las condiciones de su autor, y su posición objetiva y equidistante— de figurar en el catálogo de una entidad de proyección continental como la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), que se honra en publicarlo, al igual que quien escribe estas breves líneas en prologarlo.

Mucho se ha escrito sobre el estoppel-preclusión (aunque Waldock atribuye a la segunda acepción un carácter más genérico) que los fran­ceses denominan forclusión y entre nosotros llamamos «doctrina de los actos propios».

La noción deriva —como es sabido— de la contradicción entre ía conducta jurídica de un Estado, a través de sus manifestaciones públicas, silencio o actitudes generalizadas anteriores, y sus posteriores reclamaciones.

Producida una controversia internacional, los demás Estados podrán oponer a las pretensiones actuales del reclamante su trayectoria anterior en la materia, bajo la forma de una verdadera exceptio —para el que esto escribe—- que anulará los efectos de la nueva actio.

La Convención de Viena de 1969 sobre el Derecho de los Tratados, recogió este instituto de origen anglosajón, aunque con raíces en el Derecho Romano, pues —también en nuestra opinión— no es más que una consecuencia de los viejos principios nenio auditur turpitudinem suam allegans y nemo potest mutare consilium suum in alterius iniuriam (no es oído el que alega su propia torpeza y nadie puede cambiar su propio consentimiento en perjuicio de otro) bajo la disposición del ar­tículo 45 inciso b). El entonces miembro uruguayo en la Comisión de Derecho Internacional y actual Juez de la Corte Internacional de Justicia, doctor Eduardo Jiménez de Aréchaga, destacó la imprecisión de este artículo, que mereció objeciones de fondo por parte de los representantes de Venezuela —relativas a su conflicto con Guayana—, apoyadas por argentinos y de otros Estados latinoamericanos.

Creemos que este instituto, receptado a través de la doctrina y juris­prudencia internacionales (videre, inter alia, CU. Recueil 1960, págs. 213/14 y Recueil 1962, págs. 23/32 in rebus «Honduras versus Nicaragua», «Laudo arbitral dictado por el rey de España Alfonso XIII», y «Cambodia versus Tailandia, en el caso del Templo de Préah Vihéar»), mereció su inclusión como norma convencional escrita, después de haber sido adoptado pacíficamente como norma consuetudinaria (opinio iuris sive necessitatis).

Desde la retirada inglesa de las Islas (1774) —merced a la firme pro­testa de España— hasta el injusto acto violatorio de la soberanía ar­gentina (1833), realizado —como afirma Rodríguez Berrutti— «en tiempo de paz, sin aviso previo y por medio de la fuerza», incapaz de generar derecho alguno para Gran Bretaña (por aplicación del principio ex iniuria ius non oritur), transcurrieron casi sesenta años en el curso de los cuales el Reino Unido se ligó con España (1790) por la Convención de San Lorenzo (Nootka-Sound) que analizamos en nuestro libro La disputa fronteriza chino-soviética, reconoció la independencia argentina suscri­biendo el Tratado de 1825 después de haber sido ocupadas por nuestro país (1820) y mostró silencio total ante los diversos actos realizados por las entonces Provincias Unidas, que el doctor Rodríguez Berrutti enumera con prolijidad.

¿Cómo pudo entonces Gran Bretaña —válidamente— apropiarse de manera violenta y clandestina de nuestras Malvinas, «adoptando una conducta jurídica en contradicción con sus manifestaciones o actos anteriores», cuando indujo con su conducta pretérita, a las entonces Pro­vincias Unidas del Río de la Plata a vincularse jurídicamente con esta nación, «basándose en tales actitudes»? (segunda condición para que juegue el estoppel).

Indudablemente fue la agresión estadounidense de 1832 —magní­ficamente tratada por Ernesto J. Fitte—, con la fragata Lexington y su comandante Silas Duncan, la que preparó el terreno para consumar este nuevo acto inicuo y contra legem.

Tal vez hubiera resultado interesante agregar a este notable trabajo un estudio sobre la aplicación práctica de la denominada «Doctrina Monroe» (1823) ante el atropello y la colonización británica sobre una porción del territorio americano, intentada una década después, con el silencio cómplice del Departamento de Estado de la Unión.

La otra virtud del libro que prologamos consiste en analizar exhausti­vamente el «caso Malvinas» a la luz del proceso mundial de des­colonización, y la inclusión del colonialismo entre los delicia iuris gentium (delitos internacionales).

También se refiere el autor a la incidencia de los posibles yacimientos petrolíferos en las Islas y su zona atlántica. En este sentido se torna necesaria la proclamación de la soberanía argentina sobre los espacios oceánicos que rodean al archipiélago, por doscientas millas hacia el Este, Sur y Norte, con el fin de hacer desistir a la potencia ocupante y coloniza­dora de cualquier tentativa en perjuicio de nuestras riquezas.

Es evidente que —desde el punto de vista del Derecho y la Política Internacional— la actual controversia argentino-británica puede resolverse por los múltiples medios comunes (negociaciones diplomáticas, buenos oficios, investigación, mediación, arbitraje, decisión de la Corte Internacional de Justicia, retorsión, bloqueo y guerra internacional), y no por las dos únicas alternativas que fueron públicamente señaladas en nuestro país (negociaciones o invasión).

El actual Gobierno argentino, continuador político de aquel que ocupó efectivamente hace casi tres décadas nuestros territorios antarticos y afianzó nuestra soberanía en ese continente, perfeccionando la obra comenzada por el Teniente General Roca a comienzos de siglo en las islas Oreadas, ha asumido la responsabilidad y el compromiso ineludible de arbitrar los medios tendientes a asegurar la soberanía sobre la totalidad del territorio patrio.

Ingeniero Maschwitz (Pcia. de Buenos Aires), enero de 1975.

Alfredo H. Rizzo Romano

Vicepresidente de la Asociación Argentina de Derecho Internacional

PALABRAS LIMINARES

Cuando el estudioso de los asuntos concernientes a las relaciones entre los Estados realiza y disfruta su compromiso con la Humanidad, consuma la responsabilidad primordial de coadyuvar a alcanzar un esta­dio menos grávido de amenazas para la paz, la seguridad y la justicia internacionales en un mundo conflictivo.

La presente obra, embebida en la idea antes expresada, tiene el propósito de ofrecer una aproximación a ciertos enfoques de la cuestión Malvinas aún no transitados, en cuanto a consideraciones de legitimi­dad, dikelógicas e historicopolíticas, sobre las cuales parece racional y oportuno incursionar, apurando su tratamiento, aunque sin pretender agotar sus posibilidades en esta tentativa inicial sino, antes bien, proponiendo bases a ulteriores elaboraciones, así como un acicate a la creación técnica —antítesis de la improvisación en el ámbito de la ciencia de las relaciones internacionales— a propósito de un tema dotado de notable riqueza para la investigación y los desarrollos jurídicos.

El autor aspira a proyectar su convicción en el sentido de que la ma­teria en estudio, trascendente en su dimensión planetaria por estar in­mersa en el proceso de la descolonización y los derechos humanos, es susceptible de identificación con los modernos desarrollos progresivos del derecho internacional, de sometimiento al régimen instalado bajo la noción del estoppel, mereciendo la atención, el ejercicio y la energía intelectual de los especialistas del mundo entero y en especial de América. Es que profesar la integración de la intelligentsia en pos de objetivos sobre los que reposan el ideal de la convivencia pacífica y el respeto mutuo entre las naciones, es participar del acontecer en la cúspi­de misma de la interdependencia, en tanto esta participación constituya una contribución efectiva y válida para que las antedichas consi­deraciones de orden jurídico, de justicia y de conveniencia universal sean una base real de soluciones estables y plausibles a conflictos territoriales o de cualquier otra índole.

En este plano de ideas, hemos puesto énfasis en la indicación de fuentes y datos conducentes al descubrimiento de nuevos conocimientos y esquemas más ajustados a los principios vigentes en el ordenamiento internacional, como apoyo a quienes se propongan acometer una em­presa semejante, no siempre al alcance de la sola intención.

Las citas, desde luego, no podían abarcar la totalidad de los pasajes de sólida información contenidos en las obras de Goebel, Caillet Bois,. Torre Revello, Fitte, Groussac, Boyson, Muñoz Azpiri, Barcia Trelles, por lo que de esta manera se reconocen sus inestimables méritos.

Pero el autor no sería totalmente sincero si obviara la necesidad que experimenta de reconocer cómo, al igual que Goebel —a medida que la sustancia juridico internacional del conflicto iba revelándosele por el análisis de los acontecimientos y el contexto histórico, los actos de las partes y la evolución de la conciencia universal respecto del derecho de gentes—, que una propensión irresistible, racional, legítima, fue con­duciéndole a aceptar la vigencia de una realidad, consecuencia no queri­da, rii buscada expresamente, y sobre la cual resultaba imperioso y honesto definirse. Y tanto ha sido así que, sin incurrir en temeridad —pues cree fundar sus aseveraciones— y preocupado por aportar bases serias con vistas al esclarecimiento de puntos insoslayables del problema, acude a proponer se edicten decisiones oficiales y se promuevan medidas en el foro mundial, compatibles con el agotamiento de los recursos pací­ficos puestos a disposición de las entidades estatales para despejar sus di­ferencias.

Finalmente, cabe señalar que la obra contiene información de carácter técnico y en ese mismo plano se pretende arribar a conclusiones. No obstante es razonable suponer que ella habrá de ser comprendida y asimilada, en general, aun por quienes con alguna formación en la ma­teria se hallen en condiciones de apreciar una demostración exenta de sofisticaciones, y desde luego pox los integrantes del cuerpo diplomático, por docentes y estudiantes, destinatarios naturales directa o indirec­tamente de ciertas medidas oficiales que ordenan en la República Argentina impartir la enseñanza profundizando en el conocimiento de los principales aspectos de la cuestión. Se han incorporado transcripciones de piezas documentarías básicas además del material que, dentro de sus áreas de intereses —políticos y científicos, respectivamente—, han traído al caso entidades tales como el Comité Británico para las Islas Malvinas —ideado para invocar la opinión de los habitantes— y la Academia Nacional de la Historia, así como una constelación de instituciones crea­das para estudio y divulgación de un tema específico, internacional, actualísimo y con vocación de resonancia, acerca del cual la necesidad y el deber por ambas Partes de alegar la totalidad e integridad de sus argumentos, aparecen revestidos de una lógica de hierro para ofrecer a la comunidad internacional y a sus pueblos la prueba de la razón que les asiste.

CAPÍTULO 1

UN PRINCIPIO RESPETABLE: ELESTOPPEL

Cuando el Imperio Otomano es acogido por las potencias europeas a los beneficios del derecho público, según los términos de la época, una serie de principios y normas consuetudinarias con vocación de universali­dad vienen a proyectarse sobre un Estado que no había intervenido en su elaboración. Estas normas regían las relaciones internacionales en Occi­dente, y proponían soluciones —al compás de la voluntad política de cua­tro o cinco naciones preponderantes— para aquellas cuestiones en que el solo despliegue de la fuerza no fuera llamado a zanjar las diferencias.

El transcurso del tiempo revela que progresivamente se ha ido ins­talando en el horizonte mundial una perspectiva más congruente con el reconocimiento de que los Estados deben comportarse procurando afianzar el principio de la convivencia pacífica. La tendencia a efectuar tratativas y ligar vínculos bajo la observación de la Organización de las Naciones Unidas y en el seno de asociaciones regionales de Estados, para cualquier fin capaz de ocasionar tensiones entre poderes nacionales, torna plausible el supuesto de que el derecho tiene en la escena inter­nacional su razón de ser como instrumento fundamental creador de un ámbito respetuoso de la personalidad e integridad de cada una de las unidades que constituyen la sociedad mundial de naciones.

Una juridicidad suficientemente desarrollada y armónica, no obstante lo perfectible de su instrumentalidad, se cierne sobre el conjunto de los Estados cohesionando la funcionalidad de sus aproximaciones recíprocas y proveyendo un «estándar mínimo» razonable más allá del cual la comunidad internacional reputa punibles —o susceptibles de correc­ción— las desviaciones de comportamiento respecto del resto del mundo.

Entre los principios que concurren a esta primordial misión organiza­tiva, conectados vertebralmente a la existencia misma de bases necesarias y suficientes para instituir un orden general impuesto y aceptado con posibilidades de permanencia, el principio del estoppel es significativo.

Originario del foro interno inglés, con un racional sentido comprensivo de la necesidad que tiene el derecho de actuar sobre generalizaciones de las conductas individuales, siendo éstas de carácter unívoco, coherente y realmente constitutivas de unidades de acción, si puede llamársele «principio  anglosajón»  por  razones  de utilización sistemática —recepción amplísima y génesis tradicionalmente imputada a las con­cepciones inglesas—, cabe también señalar la temprana adhesión del sistema jurídico continental a su instalación como principio de derecho (non concedit venire contra factum proprium)[1]

Los tribunales y tratadistas ingleses y anglo americanos le han asigna­do una validez indiscutida e incontrastable. En nuestro hemisferio di­versas codificaciones lo recogen[2],  y lo consagran, como es notorio, los principales órganos jurisdiccionales de la Comunidad Internacional. Estos deciden sobre el derecho de fondo si el estoppel no ha sido opuesto con razones, y sobre el fondo mismo este principio tiene reservado un papel a desempeñar, a veces decisivo.

Esta figura adquiere incesantemente relieves que trascienden lo procedimental para integrarse en el conjunto de principios de derecho internacional reconocidos universalmente como vertebrales y aun de juscogens átí el corpus juris gentium.

Conocido como «preclusión», forclós y mediante otras denominacio­nes[3],  admitiéndose múltiples aplicaciones de su contenido, puede definírsele como el impedimento que obsta a los Estados a volver sobre sus actitudes previas, ya se trate de acciones u omisiones, realizadas de frente o en relación a otros, y aun cuando por actos unilaterales se haya inducido a crear en los demás la apariencia de una realidad de­terminada, cuya negación queda interdictada para el futuro.

Este secular principio cuyas virtualidades han concitado la aquies­cencia de la comunidad internacional —pues interesa a su faz infraes-tructural en cuanto impone en los hechos mismos el acatamiento a la buena fe—, ofrece un importante aporte a la elucidación jurídica del pro­blema relativo a las Islas Malvinas. Son numerosas las oportunidades en que aparece la perspectiva y aun la certeza de que la sola presencia del estoppel determinará a quién corresponderán ciertos derechos decisivos. Su aplicación, pues, será frecuente y legítima, en la apreciación de episo­dios que tornen pertinente una adecuación interpretativa, a la luz del derecho internacional y diplomático.

Atrincherada en su posición, lacónicamente expuesta, Inglaterra ha procurado ofrecer un flanco lo menos expuesto al reclamo formulado por la Argentina, que reivindica la pertenencia de las Islas. Su vulnerabilidad —debe decirse desde ahora— ha devenido irremediable en la cuestión Malvinas, ya que al conjunto argumental de su contraparte se suma el constante aporte del derecho de la descolonización y, según nuestra opinión, las propias inconsecuencias británicas que el estoppel sanciona.

Si no hay mejor cuña que la del mismo leño —como lo dice el aforismo criollo—, la presente es una ocasión propicia para la prueba. El instituto jurídico señala a su inventor el verdadero camino. Como ocurre en el derecho público interno, donde quien crea la norma debe ceñir su conducta a la misma mientras ella sobreviva, este principio de legalidad entre naciones ha de servir de positivo orientador del dictamen acerca de los hechos, aunque se trate de los consumados con intervención de la misma Inglaterra y no le sean favorables.

Una doble aptitud funcional del estoppel determina, dados ciertos re­quisitos, la pérdida o imposibilidad consecuente del ejercicio de algunos derechos por el protagonista y, a la vez, eventualmente, la adquisición correlativa de los mismos. También implica su reafirmación, según el caso,, respecto de tales derechos, por su contraparte o por Estados para los cuales ellos estaban revestidos de alguna trascendencia. De ahí que pueda conceptuarse al estoppel como sustantivo en la atribución de derechos en determinadas circunstancias, especialmente en cuestiones donde se debaten conflictos fronterizos o de soberanía.[4]

Esta figura, instrumento de creación y extinción de derechos en el escenario internacional, ha sido recogida y proyectada por la justicia arbitral desde el siglo pasado, y más modernamente con par­ticular vigor a través de los fallos de los más jerarquizados tribunales jurisdiccionales, como la C.P.J.I. y la C.I.J. [5]

Ambos tribunales han desarrollado este instituto, validado tem­pranamente,[6] promocionando la necesidad de ajustar el despliegue de voluntad etática a un ceñido esquema preconformado por las representaciones de los propios actos sobre las cuales el resto del mundo toma razón en vista de asignar a tales exteriorizaciones un sentido que ya no depende del emisor y que no es susceptible de mudanza infundada.[7] Y son constantes las apelaciones de los Estados, asi como las remisiones que la Corte explícitamente formula, o en las cuales de manera tácita alude al valor del estoppel como quid decisorio.[8]

La generación de efectos de derecho obligatorios respecto de la voluntad o, mejor dicho, de la representación de la voluntad, se aprecia ^e’cfsode la Plataforma Continental del Mar del Norte, donde ¡a Corte 120-2-1969) estimo que un tratado sólo obliga a quien én forma delibe­rada o expresamente a través de ratificación, o de manera tácita (estop­pel) ha prestado su consentimiento en obligarse.[9]

Es que el imperativo de seguridad, no sólo para los negocios inter­nacionales, sino a propósito del comportamiento de los Estados fuera de la contractualidad conmutativa, interesa al conjunto de sus relaciones pacíficas, en cuanto a mantener tal carácter, por requerirlo la confiabilidad que es de esperar de la buena fe con que debiera hallarse siempre fundada y revestida la conducta de los miembros de una misma sociedad.

El estoppel encuentra, pues, en los principios consuetudo est servanda y de la buena fe en las relaciones internacionales, su partida bautismal para ser recibido como principio. La práctica de los tribunales lo ha insti­tuido formalmente como valla infranqueable para las sinuosidades de las conveniencias nacionales, siendo en muchas oportunidades el remedio adecuado que habilita la restitución por derecho de situaciones afectadas a rigor de autoridad, o bien por el error o la violencia establecidos;[10] medio idóneo para impedir mutaciones arbitrarias sobre cuestiones regularmente ajustadas al disciplinamiento imperante, [11] e instrumento para efectivízar un abandono, una renuncia, un reconocimiento, o la admisión de un cierto estado de cosas.

Sobre la cuestión Malvinas, el estoppel tiene oportunidad de cernirse desplegando diversas modalidades de sus poderes esenciales, e indicar cuál ha de ser la juridicidad imperante que permita determinar los fundamentos con que se pretende arribar así, a un dictamen pulcramente elaborado sobre las razones que asisten a cada parte, señalando cuál es realmente la validez y entidad de los argumentos esgrimidos. Todo ello, desde luego, sin perjuicio de aquellas nuevas apoyaturas de legitimidad incorporadas por el desarrollo progresivo del derecho internacional, el derecho de la descolonización y otras derivaciones del mismo orden, producto de la coincidencia general en el ámbito de la comunidad inter­nacional organizada.

El representa, sin duda, en el plano del derecho internacional, la concreción del descenso de la soberanía estatal omnímoda, el despeje de­finitivo de ese escenario de las concepciones voluntaristas del Estado, hoy resumido en una sociedad dotada de un cierto poder compulsivo y a la cual necesariamente debe reconocerse una importante aptitud respecto de cuestiones hasta no hace mucho tiempo reservadas como de juris­dicción doméstica. El estoppel establece la interdicción a toda tentativa de sustraer cualquier acto u objetivación de la voluntad del soberano a la observación del resto del mundo, por si él pudiera colidir con el resto de las representaciones relativas a su comportamiento[12]

Son innumerables los casos resueltos por la justicia internacional en los cuales el principio consuetudinario del estoppel fue reconocido y aplicado, lo mismo que ante Comisiones binacionales.[13] En el ámbito diplomático se le ha argüido como de derecho.

La codificación de Viena de 1969 sobre el Derecho de los Tratados le da un espaldarazo, consagrándolo ampliamente (artículo 45), tanto que hasta la propuesta que tendía a limitar sus efectos —pretendiendo intro­ducir la caducidad del derecho a ejercitarlo—[14] fue rechazada ter­minantemente. Es que repugna a la conciencia universal que actos anti­jurídicos puedan fácilmente encubrirse y generar ulteriormente efectos válidos, al amparo de una tolerancia no siempre querida ni volunta­ria.[15] La Comunidad Internacional se resiste a cohonestar los actos de conveniencia cuando éstos vienen a inscribirse en el cuadro de actitudes de una nación anárquicamente y en forma lesiva de los intereses y de­rechos legítimos de las demás.

Con mayor razón, el estoppel impide la violación impune de los trata­dos libremente consentidos. Esto no requiere explicación alguna.

Básicamente, como lo ha dicho Phanor J. Ader[16], en una aproximación de semejanzas terminológicas y de fondo, él ordena de­tenerse allá donde el impedimento creado, por las apariencias volitivas del mismo Estado lo constriñen como «con una estopa en la boca para no volver a hablar» (stopped).

Oüggenheim y Witemberg[17] coinciden en asignarle tal entidad como para interferir en la validez de los hechos, cuando una parte demanda, alega, declara o pretende en actitud contradictoria respecto de su propia conducta anterior, y Pecourt García finaliza su trabajo sobre el tema atri­buyéndole el carácter de principio con «perfil inequívoco de una verda­dera norma de orden público internacional».

Es la contrapartida de los atributos de la personalidad jurídica del Estado,[18] incorporada al derecho de gentes mediante la asimilación de la figura correspondiente y homónima del common law. Satisface los re­quisitos a que Rousseau somete a la costumbre internacional, otorgando eficacia vinculatoria al comportamiento unilateral, en ciertas circuns­tancias, —como lo explica el profesor Luna —[19] por ejempld cuando concurren el conocimiento del hecho acerca del cual guarda silencio el Estado —interés jurídico válido en ese hecho—, y la expiración de un plazo razonable.

Así, pues, cuando a lo largo de este trabajo se mencione al secular principio anglosajón, estaremos apelando al respetable instituto que consagra, como de derecho, la conveniencia de que el principio fun­damental de la buena fe —reconocido como subtractum de las relaciones pacíficas internacionales y del orden jurídico internacional en su con­junto— asuma vigencia mediante una condición inherente a tales relaciones, que es la de postular la incolumidad de la confianza mutua imprescindible entre las naciones, respecto de sus actos positivos y omisiones en el seno de la sociedad de Estados. Su exigencia de lealtad y congruencia con el comportamiento previo y las apariencias creadas conduce hasta Ennecerus,[20] ya que «a nadie es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta cuando esta conducta interpretada objetivamente, según la ley, las buenas costumbres o la buena fe, justifica la conclusión de que no se hará valer un derecho, o cuando el ejercicio posterior choque contra la. ley, las buenas costumbres o la buena fe. . .». Esto implica aceptar la vigencia de Papiniano (I 75, D-50-17):memo potest mutare consilum suum in alteris iniuriam («nadie puede mudar su propio designio en perjuicio de tercero»). Griffith, V.A. coincide con este apotegma milenario: «. . .estoppel. . .en cuya virtud al­guien que por su manera de obrar, con palabras o mediante actos pro­duce en otros la creencia racional de que ciertos hechos son ciertos, y el último obra sobre la base de tal creencia, impide al primero que pueda negar la verdad de lo que ha representado. . .»

Este principio, finalmente, que ha merecido universal recepción como apoyo y custodio de la buena fe —lo que permite localizar una esencia perfectamente jurídica— no empece, sino que afirma su consistencia, al revelarse la necesidad de conveniencia inherente a su presencia en el ámbito de las relaciones internacionales, como garantía para evitar una disfuncionalidad que imprimiera un carácter errático al comportamiento de los integrantes de la comunidad internacional, y convirtiera en ilusorios los esfuerzos por mantener el orden y la convivencia pacífi­ca.[21]

Cahier[22] afirma el carácter vinculatorio de los actos unilaterales emanados de órganos competentes del Estado, y remitiéndose a recientes fallos de los tribunales internacionales demuestra las consecuencias jurí­dicas derivadas del simple comportamiento objetivamente manifestado.

De ahí, entonces, la razón de ser de estas páginas introductorias y explicativas, acerca del instituto de marras cuyas implicaciones en el caso habrán de comprobarse.

CAPITULO II

APROXIMACIÓN, Versión inglesa

Como hemos dicho, nos abocaremos al estudio de la cuestión Malvinas menos en la perspectiva histórica que en la tendiente a proponer una interpretación de los hechos que la han constituido, desde un punto de observación fundado en criterios jurídicos. Para esto, desde luego, no puede obviarse una mínima referencia a los acontecimientos relevantes sobre cuya existencia y desarrollo, así como sobre sus interrelaciones de coexistencia y causalidad, es preciso volver, quizá reiterativamente, a lo largo de esta particular apreciación del problema.

Al margen, entonces, de los notables esfuerzos intelectuales en la investigación y creación publicística por parte de tratadistas eminentes, diplomáticos, políticos y vocacionales de estos temas, y dejando expreso reconocimiento a realizaciones tan empeñosas y rigorosas como las lleva­das a cabo por la Academia Nacional de la Historia, la Facultad de Filosofía y Ciencias y otras entidades imposibles de enumerar, parece suficientemente acorde con la pulcritud exigida por la estimativa sobre el valor de las afirmaciones formuladas por las partes, atender a la versión británica oficial,[23] emitida tan recientemente que resulta posterior a la Resolución N° 2065 de la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Esta reseña indiciaría, susceptible, desde luego, de ser completada y corregida, pero válida por su origen y aproximación respetuosa a los componentes del relato, señala lo siguiente:

«Fechas importantes.

Se cree que las Islas Falkland fueron avistadas por el capitán británico.Tobn Davis en 1592, y luego por Hawkins en 1594. Un capitán holandés, Seebald de Weert, las avistó en forma comprobada en 1600. El primer desembarco en las islas Falkland de que se tenga noticia fue hecho en 1690 por el capitán Strong. quien dio a las islas su nombre en honor del Vizconde Falkland, Tesorero da la Marina.

«1764. De Bougainville estableció una pequeña colonia francesa en Port Louis, Falkland Oriental.

«1765. Un capitán británico, John Byron, hizo un detallado reconocimiento de la Falkland Occidental y observó la existencia de un buen fondeadero en la isla Saunders, al cual llamó Port Egmont.

«1768. El capitán Me Bride fundó una colonia británica de unas cien personas en Port Egmont:

«1767. Francia entregó su colonia a España contra el pago de una suma equivalente a unas 24.000 libras. Los españoles cambiaron el nombre de la colonia y la llamaron Soledad.

«1770. Una fuerza española expulsó de Port Egmont a los colonos británicos. Esto Hevó a España y Gran Bretaña al borde de la guerra, pero al cabo de prolongadas negociaciones, los españoles repudiaron su «violenta empresa» y en 1771 devolvieron Port Egmont a Gran Bretaña, que restableció la colonia. «1774. El gobierno británico retiró su colonia por razones de economía. Sin embargo, mantuvo su título a la soberanía y, como se acostumbraba en aquel entonces, dejó una placa de plomo en la que se afirmaba que las islas Falkland eran del ‘derecho y propiedad exclusivos’ del Rey Jorge» III. La colonia es­pañola de Falkland Oriental fue retirada en 1811.

«1820. El gobierno de Buenos Aires, que se había declarado oficialmente in­dependiente de España en 1816, envió un barco a las Islas Falkland para proclamar su soberanía.

En la década 1820-1830 se estableció una colonia en Soledad —Port Louis— bajo la jefatura de Luis Vernet, a quien el gobierno de Buenos Aires nombró gobernador, a pesar de las protestas británicas.

«1831. Un buque de guerra de Estados Unidos, la fragata Zex*’»£íon,destruyó la colonia como represalia por el arresto de tres barcos norteamericanos por Vernet, quien trataba de establecer el control oficial sobre la caza de la foca en las islas.

«1833. Dos barcos de guerra británicos visitaron las islas, expulsaron a los restos de la pequeña guarnición argentina y reanudaron la ocupación de Gran Bretaña, poniendo las islas bajo el cargo de un oficial de la marina de guerra. «1841. Se designó un teniente gobernador civil, quien se encargó de la admi­nistración en 1842. Se aprobó en 1841 una subvención para la colonia y continuó hasta 1880. Otra subvención para el servicio de correos continuó hasta 1884-1885. Desde entonces, la colonia se ha bastado a si misma. «1843. Una ley del Parlamento británico confirió base permanente a la ad­ministración civil, y se cambia el título de Teniente Gobernador por el de Gobernador.

«1851. Constitución de la Falkland Islands Company, que ha desempeñado un importante papel en el desarrollo del territorio, donde es ahora la mayor en­tidad terrateniente a la par que firma comercial.. «1912. Inauguración de la estación de radio. «1914. Batalla de las islas Falkland el 8 de diciembre. «1920. Establecimiento de los primeros Consejos Legislativo y Ejecutivo, in­tegrados por miembros oficiales y de nombramiento. «1939. Batalla del Rio de la Plata. «1949. Promulgación de la nueva Constitución.

«1951. Enmienda de la Constitución para introducir una mayoría no oficial en el Consejo Legislativo.

«Constitución y Gobierno.

«Las islas Falkland son una colonia británica. Las vigentes prescripciones constitucionales datan del 21 de setiembre de 1964. Disponen que el gobierno sea ejercido por un gobernador ayudado por un Consejo Ejecutivo compuesto de dos miembros ex officio, dos miembros no oficiales nombrados por el go­bernador, y dos miembros electos del Consejo Legislativo. . . «. . .El Io de julio de 1965 se instituyó un Tribunal de Apelación para el terri­torio, con sede en Inglaterra. . .

«La economía.

«Los pastizales de las Islas Falkland son el único recurso natural que puede ser explotado económicamente. El ganado vacuno introducido por los colonos franceses del siglo XVIÍI se tornó silvestre y se incrementó rápidamente. . . «Se ha calculado que en 1962-1963 había más de 637.000 ovejas en las islas. «Toda la tierra es de dominio pleno, con excepción de unas 22.800 hectáreas de reservas de la Corona que sepueden ceder en arrendamiento. La mayor parte de la tierra está dividida en unas pocas grandes granjas, y casi la mitad es propiedad de la Falkland Islands Company.

«. . .En 1962 se suprimieron los gravámenes sobre exportación de lana, sebo, cueros y pieles. . .

«.Se han concertado arreglos con la Gran Bretaña, Nueva Zelanda, Canadá, Suecia, Dinamarca, Noruega, México y los Estados Unidos para evitar la doble imposición. . .»

La lectura de otros detalles ilustrativos sobre moneda (hay billetes locales), finanzas publicas, defensa, educación, comunicaciones, sanidad, etcétera, pueden encontrarse con algún detalle en el citado Boletín, el cual proporciona además una alusión complementaria a las reclamaciones que Argentina «ha aducido durante muchos años. . . y continúa haciéndolo».

Importa más, a los efectos de adelantar en la precisión de la realidad fáctica sobre la cual’habrá de desplegarse nuestra preocupación, el formular aquellas adiciones y correcciones imprescindibles para la mejor introducción en las cuestiones de derecho internacional que ellas im­plican.

En esa realidad, y sin que pueda hacerse abstracción de ellos por razón alguna, se instalan desde antes de la primitiva ocupación francesa (Bougainville, 1764) —que nadie discute— los instrumentos papales ajustados a los parámetros de la época y toda una serie de tratados li­bremente consentidos por la Gran Bretaña, afirmando, reconociendo y aun garantizando los poderes jurídicos de España, exclusivos y ex-cluyentes de toda otra soberanía en las regiones donde están situadas las islas. Es justo, pues, dejar esta importante aclaración establecida.

Conviene asimismo recordar que la entrega efectuada por Francia a España de la colonia fundada por Bougainville —colonia que el Boletín califica de «pequeña»,[24] aunque en realidad no era asi si se tiene en cuenta» que los cien colonos británicos de Me Bride no merecieron una nota semejante—, lo fue a título de restitución por reconocimiento expre­so de mejores derechos. No fue compra como resulta del Boletín. El do­cumento oficial respectivo admite el carácter intrusivo del establecimien­to fundado por el ex coronel de infantería,[25] y la necesidad de efectuar la entrega al legítimo soberano, lo que se hizo en 1767,[26] aceptando en ca­rácter de expensas compensatorias por los gastos efectuados y el traspaso de titiles, enseres y naves, una suma que el gobierno español efectivizó, parte en Madrid y parte en Buenos Aires.

Como resulta de la cronología, aquella ocupación efectuada por Bougainville, continuada por España, había precedido en casi dos años al establecimiento de Me Bride y también a la exploración hecha por John Byron, que fue conocida en su momento por el encuentro ocurrido hallándose Bougainville en procura de maderas, al Sur, sobre costas continentales.

La reseña oficial del Reino Unido cede, razonablemente, en su tra­dicional posición y admite que la fortuna de haber efectuado el des­cubrimiento de las islas no puede ser adjudicada de manera comprobada a marinos ingleses, y le asigna ese mérito a los holandeses.[27] Eviden­temente, cuando se consigna una fórmula como aquella de que «‘se cree que las Islas Falkland fueron avistadas por. . .» se está desestimando el valor y confiabilidad de tal acontecimiento. Es, realmente, coincidir con las probanzas que se reseñarán más adelante sobre el punto, retornando a la posición expuesta al expedirse los despachos al primer gobernador de hecho, Ricardo Clemente Moody, nombrado para el lapso comprendido entre 1841 y 1847. Entre las instrucciones impartidas se lee: «Nombrado para presidir un establecimiento que el gobierno de Su Majestad reclama como de su pertenencia por el sólo derecho de primera ocupación».[28]

Corresponde, asimismo, precisar, siguiendo el proceso indicado en el Boletín del Reino Unido, que la fuerza española a cuyo cargo estuvo la expulsión de colonos británicos en junio de 1770, por Madariaga y bajo órdenes de Bucarelli —a la sazón gobernador de Buenos Aires—, de­salojó también, y principalmente, a la guarnición militar. Este es un detalle que conviene anotar por cuanto la corte de Saint James hizo es­pecial hincapié en la necesidad de reparar la ofensa inferida a la dignidad y atributos reales, antes que recurrir a razones de estricto derecho no cuestionadas.

La devolución operada en 1771, como consecuencia de un arreglo precedido de tensas tratativas[29] durante las cuales estuvo permanen­temente latente el riesgo de una nueva guerra, tuvo la virtud de satisfacer las exigencias británicas respecto del ultraje producido por la «violenta empresa» de Buccarelli, retrotrayendo la situación a su estado anterior. Esto significaba la vuelta al statu quo ante por el cual Gran Bretaña disfrutaba, de hecho, de un aposentamiento estrictamente limitado en una pequeña isla llamada Saunders. Esta concesión de España, efectua­da instrumentalmente, estaba acompañada además de sus expresas reservas[30] sobre la soberanía titular acerca de las islas. Su contraparte fue conteste en aprobar tales reservas y el documento de aceptación de las mismas, firmado por lord Rochford —»uno de los principales ministros de Su Majestad»—, así lo testimonia. El retiro voluntario de los ingleses en mayo de 1774 perfeccionó el acuerdo[31], manteniéndose la ocupación española en todo el archipiélago.

La reseña que comentamos incurre en errores quizás involuntarios al afirmar que, habiendo abandonado su único establecimiento y dejado a sus adversarios dueños del terreno, los ingleses mantuvieron su título a la soberanía, y que ello habría ocurrido así por haber dejado una placa de plomo en la que se afirmaba que «Las Islas Falkland eran del derecho y propiedad exclusivos del Rey Jorge III». Lamentablemente, además de ir contra los tratados y bulas papales, la ocupación invocada no tuvo la calidad de ser la primera, ni es sostenible el valor de ningún descubri­miento. Por lo demás, la placa de plomo y otros emblemas, que fueron arrancados de inmediato, no podían hacer perdurar como símbolos una realidad que los hechos desmentían. El texto alegado tampoco coincide con la inscripción de la placa[32]. Ella se refería únicamente a una cierta isla Falkland sobre la que nunca se produjo cuestiohamiénto, ya que los ingleses habían limitado su incursión a la isleta Saunders, apartada de lá Falkland o Malvina Occidental, o Gran Malvina (que no lo es en reali­dad).

Cabe agregar que el desplazamiento de las autoridades españolas por las surgidas de la revolución en el ex virreinato del Río de la Plata, ocurre después de que veinte sucesivos gobernadores habían desplegado su imperium en forma ostensible. Es la misma situación que se dio en 1820 cuando el luego Coronel de Marina Tomás Jewett, investido al efecto por el gobierno Argentino, exteriorizó ante casi cincuenta barcos de las mayores potencias[33] la fuente y los propósitos de sus poderes jurídicos emanados de las autoridades de Buenos Aires, reasumiendo la ocupación en nombre de éstas..

Los hechos de 1831[34] y 1833 que el Boletín señala, revelan un buen conocimiento de la incursión ofensiva protagonizada por él buque de guerra norteamericano Lexington, que destruyó la colonia, y atentó contra las autoridades constituidas, [35] así como pone de manifiesto el carácter regular y efectivo de la administración Vernet.

La mención a propósito de la reanudación en la ocupación de las islas merece la observación ya adelantada: el retiro de 1774 se produjo desalo­jando un único establecimiento aislado, Puerto Egmont. No siendo admisible ni probable que la accesión tenga cabida en el caso, sería contrario a todo principio y razón que se la hiciera valer para abarcar un todo yendo de lo menor a lo mayor, habiendo dueño con títulos suficientes y posesión real, sin perjuicio de las interdicciones jurídicas a cualquier intrusión establecidas por tratados.

Es suficiente, pues, lo expuesto, para entrar entonces a considerar la cuestión Malvinas o Falkland[36] proponiendo un enfoque que, atendiendo predominantemente a la sustancia jurídica contenida en los hechos históricos, en los actos diplomáticos y en las relaciones entre los Estados, así como en manifestaciones y actitudes relevantes para el derecho in­ternacional —cuyo desarrollo progresivo no excluye el respeto técnico a la intertemporalidad[37] —, nos permita arribar a un veredicto sobre la disputa de soberanía planteada entre el Reino Unido y la República Argentina.

Este trabajo aspira, pues, a recoger aquellos componentes históricos, jurídicos y aun políticos que el derecho internacional reconoce como plausibles y susceptibles de ser alegados en una controversia del carácter de la suscitada, con el propósito de alcanzar con alguna certidumbre una solución respaldada por razones suficientes para que ella sea respetada como de derecho, y lo bastante clara como para imponerse sin riesgo de no ser observada.

Imaginemos entonces que en vez de hallarnos en un ámbito político donde además de las motivaciones juridicistas pesan la oportunidad y la conveniencia de las naciones, estuviéramos ante otro foro, menos sensible a las nociones de necesidad pública y utilitarismo nacionales, donde regiría una ponderación prioritaria de argumentaciones fundadas en el derecho internacional y diplomático. En ese campo, junto a los principios generalmente reconocidos, a Tos tratados, a la costumbre internacional, encontraremos en diversas circunstancias la aparición del estoppel.

CAPÍTULO III

OTRA VERSIÓN. La cuestión de derechos

Sesenta años bastan, según lo ha entendido la Corte Internacional de Justicia,[38] para concluir la preclusión respecto de invocaciones omitidas ante situaciones en que, debiendo hablar, quien hubo de hacerlo no lo hizo. Aun con menos tiempo se ha conformado la justicia internacional en otros casos.[39]

Casi sesenta años transcurrieron entre el abandono voluntario de Port Egmont por los ingleses —con la pérdida consecuente del esta­blecimiento, mientras España permanecía—, y la reinstalación británica producida a partir del mes de enero de 1833, incursionando entonces en un área más vasta, antes jamás hollada (estoppel).

Preclusión, invasión violenta, aspiraciones que superan toda pre­tensión anterior. Puede vislumbrarse en este punto, aun si pudiera admitirse, a título de hipótesis de trabajo, una presencia británica no ilegítima en las Islas, que la prescripción liquidaría hasta esa posibilidad en base a precedentes creados con intervención del Reino Unido.

En una importante exposición del caso presentada por la Argentina ante las Naciones Unidas se aludía a los vicios de que aparecía revestida la presencia británica en las Malvinas, durante el período comprendido entre el aposentamiento de Me Bride en enero de 1766 y el retiro consumado en mayo de 1774.[40] No nos parece inexacta dicha pieza documental, sino, antes bien, ajustada y muy propia a ser tenida y consi­derada como insuperable en su momento, aun mediando la necesidad de efectuarle un agregado y un único ajuste.[41]

La categórica aseveración de la reina Isabel, a cuyos términos se refiere Goebel en su magnífica obra,[42] tiene la virtud de expresar al nivel más autorizado del gobierno británico, cuál era el lugar reservado a la posesión real cuando ésta era legítima —con derecho de poseer— como fundamento a las protestas de derechos soberanos. La efectividad cumplida a través de actos materiales concretos, insustituibles por otros arbitrios o representaciones, era así reconocida en coincidencia con la juridicidad imperante ya en aquellos tiempos.[43]

Se proyecta entonces desde un antecedente de valor indiscutible —si no bastara la consulta al Derecho Internacional general— un señalamiento que pulcramente interpretado supone las siguientes conclusiones: a) la posesión de un punto estratégico, limitado, no comporta efectos eficientes para habilitar invocaciones que alcancen más allá de ese estricto ám­bito, y b) en el caso no existe posibilidad de concebir la posesión sin el derecho de poseer, y además, sin mediar la efectiva y concreta per­manencia y la actividad reveladora del despliegue de soberanía. Una interdicción reiterada por actos internacionales fundados en las atri­buciones pontificias,[44] y tratados sucesivos entre Inglaterra, España y otras potencias, habían configurado un estatuto de oponibilidad absoluta a favor del Reino Ibérico respecto del dominio en la América meridional e islas adyacentes.

Estos instrumentos venían a confirmar que tales islas, notablemente las más importantes del Atlántico. Sur, no tenían el carácter de térra nullius.

Sobre ellas, como se ha visto, recayó la posesión gala efectivizada a principios de 1764, la que, reconocida ilegítima e intrusiva por la propia corona francesa, permitió a España agregar desde aquella fecha a sus tí­tulos, exclusivos y excluyentes, el carácter de poseedora originaria, man­teniéndolo sin interrupciones hasta que se producen los acontecimientos por los que el gobierno de Buenos Aires hereda los derechos sobre toda la jurisdicción del virreinato del Río de la Plata.

Los ingleses no ignoraban aquel primer aposentamiento colonizador de Francia, ni los derechos españoles.[45] No obstante primaron las consi­deraciones estratégicas hechas valer principalmente por los fanáticos del poderío naval y el prestigio imperial, y por los capitanes de empresa, con vistas al copamiento de una base de recalada y aprovisionamiento antes y después del temido pasaje al Cabo de Hornos. Las perspectivas del comercio y eventualmente la conquistare la América española, así como el horizonte lejano entonces en el tiempo y la distancia de los emporios asiáticos, eran en 1766, un acicate que superaba los escrúpulos legales como iban a serlo en 1833.[46] Y el apoderamiento consumado en esa fecha lo fue de un sitio que no era el mismo evacuado en 1774.

Convencidos de esa quiebra del derecho de las naciones —tratados, derecho consuetudinario, atribuciones papales—, los españoles llegaron a expulsar, en 1770 como se ha visto, a los ocupantes de Port Egmont, quienes en virtud del acuerdo[47] —excusas por la expulsión violenta y autorización para el restablecimiento material de los ingleses a cambio de la aceptación a la proclama de soberanía contenida en-la reserva espa­ñola—, se reinstalaron en las condiciones de hecho- en que se encon­traban antes del desalólo.

Menos de tres años después, y como obedeciendo las estipulaciones del pacto sellado secretamente —cuya existencia, comprobable,[48] es casi irreievante. en vista del hecho objetivo configurado por el abandono voluntario que se operó por órdenes reales-—-, Inglaterra evacuó Port Egmont. España quedó desde 1774, defacto y dejure, como única so­berana de las Islas.

Aquél fue un retiro de un punto estratégico y valiosísimo,: entonces, de inmensa, importancia y potencialmente inestimable, según las opiniones de expertos marinos y políticos británicos. Sólo una real voluntad de aca­tar en esta ocasión el imperio del derecho puede explicar esa decisión, casi contemporánea y congruente con los términos del acuerdo en que se aceptaron expresamente las reservas españolas.[49]

La pérdida voluntaria dé la posesión efectiva—aun cuando esté asisti­do de títulos— puede y llega a constituirse, a lo largo del tiempo, en un impedimento (estoppel) infranqueable para alegar, el derecho a la res­tauración dé la situación anterior. Es decir, el sólo hecho objetivo, qué por su representación expone aquella voluntad aparente y definitiva del abandono, produce consecuencias de derecho, sin que obsten a la ruptura de la continuidad que se pretende de esa cesión, ni los intrascendentes pretextos de economía nacional ni la constancia furtiva, dejada en una placa de plomo.[50] Los símbolos no imponen un orden ni dan garantías. (Huber).

Cabe efectuar una interpretación más particularmente estricta en las presentes circunstancias, no sólo porque ese retiro estaba precedido por la Acceptance de Rochford a las reservas españolas sobre todas las Islas, sino porque España ocupaba a título de soberano todo el archipiélago mientras se mantenía la colonia de Port Egmont, y retuvo la situación hasta el final sin ser contestada.[51]

El estoppel, pues, tiene un amplio campo de acción: es innegable su vigencia para rechazar aquien ha abandonado voluntariamente sus supuestos dominios y admitiendo otra presencia sobre ellos. Debe reconocérsele asimismo como válido y eficaz para ser interpuesto ante quien acepta y protagoniza la instrumentación de un acuerde diplomá­tico por el cual se perfecciona, una contractualidad conmutativa entre las partes (Acceptánce de enero de 1772), confirmada por los hechos con el retiro que se cumple en 1774.

Esto significa que, diplomática y fácticamente, existen acon­tecimientos relevantes, de conocimiento e interés vital para ambas Partes, queridos y realizados por ellas, que tienen, un contenido determinado y que se expresan como emanaciones de la voluntad estatal, es decir, del ser mismo de la realidad internacional. A toda negación de esos acon­tecimientos objetivamente considerados, es susceptible de aplicársele el estoppel.

Inglaterra no puede negar su aceptación implícita, lisa, y llana de las proclamaciones de soberanía contenidas en la reserva de derechos ex­presos, ni el desapoderamiento voluntario ulterior, con carácter, de permanencia en términos de derecho internacional.[52] Un elemento que aquélla quiso dejar como fino hilo de conexión —la placa del teniente Clayton,  subterfugio mantenido oculto a las tratativas del acuerdo, sin valor para obligar a la contraparte—, viene a transformarse en apoyo de una réplica a la que el estoppel justifica como legítima. En efecto: se ha sostenido como pretensión de título por Inglaterra, la supuesta continuidad de derechos en virtud de ciertos símbolos dejados sobre el lugar que ocupara en Port Egmont. La inmediata extirpación de estos emblemas determinó que por más de cincuenta años no quedaran ni vestigios de lo que había sido el establecimiento inglés. En consecuencia, se produce un estoppel que impide a la nación inglesa calificar de interrumpción al lapso brevísimo comprendido entre la declaración formal de constitución del estado independiente de España, y la asunción concreta de sus derechos y responsabilidades internacionales. En cuanto a las Islas Malvinas, existe coincidencia en reconocer que estos últimos se efectivizan ya en 1820, con los actos posesorios y gubernativos del Comandante Jewett. No se los objetó, aunque se publicaron manifiestos en USA y otros países (Groussac).[53] Y la prensa británica los divulgó (Caillet Bois, La toma de posesión., pág. 5).

El estoppel enfrenta decididamente la posición del Estado en el cual se ha gestado y desarrollado como doctrina y principió. Ni siquiera los re­querimientos habidos acerca de una cierta necesidad de presentar el caso ante un foro judicial o arbitral quedan fuera de su alcance. Es que Ingla­terra misma se ha negado en diversas ocasiones a someterse[54], no ya a una corte, sino al arbitraje, sellando su suerte para no poder alegar en el futuro la improcedencia de una conducta idéntica asumida por otro integrante de la comunidad internacional, mientras no se violen las leyes de las naciones. Y el derecho de gentes, aunque obliga a que las disputas sean resueltas por medios pacíficos, no impone necesariamente el recurso a determinados tribunales.[55]

El episodio suscitado por el buque de guerra Lexington de la Armada de los Estados Unidos[56] sn 1831, permite extraer material positivamente digno de ser apreciado a la luz del estoppel.

En aquella ocasión, a causa de la intervención del gobernador Vernet, en funciones de policía marítima, el apresamiento de unas naves de bandera norteamericana dio lugar a violentas requisitorias del cónsul G.W. Slocum. Este instruyó al capitán Duncan a efectos de realizar una incursión que alcanzó a constituir uno de los actos más ofensivos ex­perimentados en aquel entonces por las jóvenes repúblicas del hemisferio. La gravedad de los hechos, realmente irritantes, como el saqueo de bienes y propiedades, la destrucción de instalaciones, las amenazas y perpe­tración de apremios físicos a los pobladores, con uso de armamento, culminó con una proclamación acerca de declarar a las Islas «libres de todo gobierno». Estos acontecimientos conmovieron el ambiente político, el diplomático y la opinión pública, y se instalaron como una constante en las preocupaciones gubernamentales de las autoridades de Buenos Aires que, a partir de entonces y durante casi todo el siglo pasado, mantuvieron con el gobierno de los Estados Unidos una seria situación conflictiva por las derivaciones del agravio inferido.

El significado y la trascendencia de estas circunstancias, de estos tremendos atentados a la nación que ostentara la soberanía sobre las Islas, no podían ser ignorados por Inglaterra, y de hecho no lo fueron. Lo demuestran las conversaciones y los entendimientos concertados entre los representantes oficiales de Londres y Washington para’ apartar a las autoridades de Buenos Aires del gobierno sobre el archipiélago. No es di­fícil seguir el rastro de los conciliábulos ni del desconcepto que sobre sus propias posiciones experimentaban esos mismos enviados. La nota elevada por Mr. Fox al Foreign Office,[57] el 31 de diciembre de 1831, prueba hasta la saciedad el dominio que se tenía de todos los detalles que en la conducta del capitán Duncan, oficial de la marina de guerra de los Esta­dos Unidos, se constituían en lesivos a la dignidad nacional del Estado que fuera legítimo soberano de las Islas. Mister Fox transmitía al vizconde Palmerston información sobre el conflicto motivado por la afrenta a la soberanía argentina a causa de las islas Malvinas.[58] Ingla­terra no participó de este conflicto, siendo testigo inerte como si, real­mente nada tuviera que sostener en la disputa.[59] Su presencia se insinúa apenas tímidamente —y no por cierto para adjudicarle derechos—en la alusión formulada por Mr. Slocum agente de otra nación. Este, en medio de las vicisitudes experimentadas a propósito de su desdichada gestión, proponía una consulta a las otras potencias marítimas.[60]

Por aquel.documento, la corona británica preveía —y no se opuso a ello— la consumación inminente de un agravio violento, efectivizado luego en depredaciones y ofensas irritantes al soberano de las Islas. La Lexington partía a cumplir sus propósitos con su capitán dispuesto «a tornar la ley en sus propias manos». El representante inglés, en un pasa­je que le honra, ética y protesionalmente, asolado por la violencia moral en que se hallaba, reconoce expresamente ante la orfandad argumenta de su posición que..resultará más agradable y conveniente para el go­bierno de Su Majestad no ser llamados sobra el particular al presente, ya sea para mantenerla efectividad de los derechos de soberanía sobre las Islas Falkland, o bien realmente para abandonarlas».[61]

Cumplidos sus objetivos mediante la extralimitación bélica que arrasó con las defensas, instalaciones y viviendas, y con personas aherrojadas’ a las que condujo a Montevideo, la Lexington comprometió, inevita­blemente a su gobierno. Pero es el caso que, como se ha visto, la contro­versia no implicó al Estado Inglés, el cual se mantuvo totalmente al mar­gen de las activas y ásperas gestiones diplomáticas trabadas entre au­toridades argentinas y norteamericanas..

Un terminante estoppel impide la justificación expost Jacto de la prescindencia en el ejercicio de derechos que, de existir realmente, hubieron de mover la dignidad y la conveniencia en su protección, es­pecialmente cuando la historia misma de una gran potencia marítima la muestra sensible a mantener ese decoro y esa dignidad nacionales por encima de otras consideraciones. El orden internacional, al instituir el derecho de legítima defensa, de respeto a la integridad territorial de los Estados, ofrecía amplíes facultades para actuar en el escenario de los hechos y en el ámbito diplomático. El Reino Unido no podrá siquiera demostrar que protestó con la energía y persistencia con que lo hizo el Estado argentino. No podemos afirmarlo, pero quizá no protestó jamás por el grave incidente: Al menos, que sepamos, sus reclamos —si los hubo— no llegaron a trascender al resto del mundo que, en fin de cuentas, es lo que importa.[62]

El despliegue ostensible de soberanía incluye, con una lógica de hierro, y como contrapartida del reconocimiento por la comunidad internacional de la correspondencia entre aquélla y su titularidad, una continua y no desmentida tutela de todos sus atributos. Una responsabilidad exclusiva es puesta como un onus a cargo del soberano territorial por el derecho de las naciones respecto del acontecer en su ámbito,[63] al cual interesa una clara delimitación de las jurisdicciones entré sus entidades originarias. Por ello sanciona—como un abandono que ni siquiera requiere trans­curso del tiempo— las claudicaciones que, bajo distintas modalidades, comportan admisión, aquiescencia, abandono y reconocimiento. Se ha configurado el estoppel.

Junto a todos estos antecedentes —que no agotan una larga serie—[64] y que han comprobado en forma incidental posturas definitorias para dar solución jurídica internacional al caso, corresponde la incorporación de la masa instrumental —bulas y tratados- que constituye, sin duda, una sustancia exquisita y eficaz a los efectos de arribar a una convicción do­tada del más auténtico fundamento legitimista.

La posición de España fue afirmar sus protestas, más que en el des­nudo hecho del descubrimiento—que como vinos ha sido abandonado por el Reino Unido—, en la cadena de estipulaciones congruentes contenidas en tratados regularmente concertados y universalmente conocidos. Estos concurrían desde el siglo XVII a revestir los derechos originarios atribuidos por la Silla Apostólica en América con la acep­tación y las garantías expresas acordadas por las mayores potencias, especialmente Inglaterra[65]. Esos tratados contemplaban no sólo el interés de España en mantener la integridad de sus dominios, fundados en las atribuciones pontificias y el derecho internacional consuetudinario, sino también las aspiraciones de la reina de los mares, que especulaba so­bre las conveniencias de mantener en manos de la monarquía de los reyes católicos un imperio extenso y vulnerable.[66]

Reseñando las Bulas, fuente indiscutida de derechos en la época, importa mencionar las que en forma inmediata —Intercoetera, Eximiae Devotionis— despejaron toda duda acerca de la total atribución del Nue­vo Mundo. Confirmadas a través de la Pies fidelium y Dudum siquidem omnes et singulas Ínsulas et térras firmas inventas et inveniendas versus occidentem, adjudicaron por anticipado y definitivamente a España to­das las regiones de oriente más allá de Tordesillas con un título de ad­quisición no impugnable, tal como había acontecido respecto de Portugal en relación con la India.[67] Los papas Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III emitieron instrumentos que dieron pie a la expedición de cartas patentes en favor de Inglaterra.

Tan consistentes resultaban a la luz del derecho y las convicciones de la época los actos por los que el papado defería poder soberano sobre ex­tensas regiones del orbe —descubiertas o que se descubriesen dentro de áreas determinadas— [68], que los instrumentos vinculatorios entre los Estados se ligaban sobre la base de una admisión estricta a los términos en que estaban concebidos, y la conducta unilateral se ajustaba a ellos con respeto.[69]

Así el Tratado de Münster, ya en 1648, proscribía a una potencia marí­tima, las Provincias Unidas de los Países Bajos, del acceso a los dominios americanos de España estableciendo que (artículo VI) «. . . en cuanto a las Indias Occidentales. . . los súbditos de los dichos Señores Estados no navegarán ni traficaran en ninguno de los puertos, lugares, fuertes, alo­jamientos o castillos que posea dicho Señor Rey». . . (Felipe IV) y (ar­tículo XIII): «. . .no será lícito venir a tierra, entrar o permanecer en los puertos, ensenadas, y playas de uno y otro con navíos de guerra y solda­dos en número que pueda causar sospecha sin licencia o permiso de aquel a quien los dichos puertos, ensenadas y playas pertenezcan».

Estas obligaciones internacionales tienen una particular importancia por la remisión que hace a ellas el tratado anglo-español de 1667, signado en Madrid, y al que se llamó también de «renovación de la paz, alianza y comercio».

Después de afirmar en su artículo I que «Ninguno de los sobredichos Reyes, ni los habitantes, pueblos o súbditos de los dominios atentarán, harán o procurarán que se haga con ningún pretexto, pública o priva­damente, en algún lugar, por mar o por tierra, en los puertos o en sus ríos, cosa alguna que pueda ser en daño y detrimento de la otra parte; antes bien, la una tratará a la otra con benevolencia», le transmite a Inglaterra las prescripciones y proscripciones de Münster, a tenor del contenido del artículo VIII. Éste expresa: «Por lo que mira a ambas Indias, quiere la Corona de España que todo lo que se concedió a los Estados Generales de las Provincias Unidas de los Países Bajos por el Tratado de Münster, celebrado en el año de 1648, se entienda concedido y otorgado al Rey de la Gran Bretaña y a sus vasallos con la misma fir­meza y ampliación como si estuviese aquí inserto capítulo por capítulo, y punto por punto, sin omitir cosa alguna, obligándose las mismas leyes-a que están obligados y sujetos los súbditos de dichos Estados y guar­dándose recíproca amistad».[70]

El tratado de 1670 confirmó las responsabilidades de Inglaterra, a la que había quedado interdictado en absoluto por textos categóricos sobre los cuales había dado su asentimiento,[71] toda tentativa de instalación, comercio o navegación en el ámbito reservado a Su Majestad Católica.

Utrecht, 1713,[72] especialmente en las estipulaciones preliminares, ra­tifica todo lo anterior, y en diciembre del mismo año tiene lugar una rei­teración con ajustes y garantías. Es así que -como dice Hidalgo Nieto- Inglaterra, celosa de la integridad colonial de España, por el menos­cabo que pudiera tener en beneficio de Francia, exige la promesa dé que «Su Majestad Católica hará restablecer el pie de los antiguos tra­tados y las leyes fundamentales de España tocante a las Indias, por las Cuales está absolutamente prohibida la entrada y el comercio en ellas a todas las naciones. . . «Y como seguridades de que Inglaterra no pre­tende un benefició propio en la prohibición para los demás, se consigna (artículo XIV): «Su Majestad Británica ha convenido en promulgar desde luego las tilas fuertes prohibiciones y debajo de las más rigurosas penas a todos sus súbditos a fin de que ningún navío de la nación inglesa se atreva a pasar a la Mar del Sur».[73]

Pero cómo se ha dichos en el tratado definitivo se concretan más aún las garantías, y en el artículo VII se dispone: «. . . ni el Rey Católico ni alguno de sus herederos ni sucesores pueden vender, ceder, empeñar, traspasar a los Franceses ni a ninguna otra Nación, tierras, dominios o territorios. Algunos en la América española, ni de parte alguna de ellos, ni enajenarla en modo alguno, de sí ni de la Corona de España. Y para que se conserven más enteros los dominios de la América española, promete la Reina de la Gran Bretaña, que solicitará y dará ayuda a los españoles para que los límites antiguos de sus dominios se restituyan y fi­jen como estaban en tiempos del referido Rey Carlos II. . .»

Y en Sevilla, en noviembre de 1729, Francia, la Gran Bretaña y España se reiteran en las afirmaciones: de tales estipulaciones.

Las obligaciones internacionales se suman a otras existentes: cómo en un afán pío, irresistible, por impedir la más mínima lesión al imperio que abarcaba América meridional y el Mar del Sur y contenía el archipiélago malvínico. Y los reyes ingleses continúan acumulando compromisos: nuevamente en Sevilla, la Declaración formulada el 8 de febrero de 1732 contiene el siguiente pasaje[74]: «Asimismo,: promete Su Majestad Bri­tánica prohibir y efectivamente embarazar que bajo cualquier pretexto los bajeles de guerra de Su Majestad Británica amparen y protejan y escolten las embarcaciones que cometen trato ilícito[75] en las costas de los dominios de Su Majestad Católica; y que los Gobernadores de las Colonias no fomenten ni protejan: invasiones en los dominios de Su Majestad Católica.

En 1763, al arribarse al tratado de paz entre las dinastías unidas por el pacto de familia e Inglaterra, se produce una remisión al paquete de instrumentos vinculatorios que se habían enumerado yglosado sumariamente, declarándose su plena vigencia (artículo II), y man­teniéndose, por tanto, la interdicción para atentar mediante cualquier modalidad contraria ala intangibilidad de los territorios continentales e insulares de España en América.[76]

El tratado de 1790[77] se suma a los anteriores con la característica particular de formalizar el reconocimiento expreso por Inglaterra de la legitimación que asistía a España para poseerlas Islas y la posesión ma­terial que efectivamente ésta desplegaba. Aquél había aventado todo vestigio de la anterior incursión inglesa, y las argumentaciones sobre las cuales se habían urdido las alegaciones para tratar de justificar el esta­blecimiento británico de 1766 fueron oficialmente desechadas. Lo es­tipulado, en lo pertinente, establecía que «se ha convenido también respecto de las costas tanto orientales y occidentales de la América meridional y a las islas adyacentes, que los subditos respectivos no formarán en lo venidero ningún establecimiento en las partes de estas costas situa­das al sur de las partes de las mismas costas y de las islas adyacentes ya ocupadas por España». Este tratado consagraba públicamente su reconocimiento a la legitimidad que asistía a España, como dueña y en posesión de las Islas, pero a la vez interdictaba expresamente cualquier aspiración o tentativa de apropiación inglesa de soberanía sobre ella, como la que se produjo en enero de 1833. Es realmente un reconocimiento formal, no necesario para probar derechos, aunque demostrativo y con valor para el futuro respecto al cambio de compor­tamiento del Estado inglés.[78]

El principio pacta sunt servando y el principio de la buena fe en los negocios internacionales resultó infringido al producirse la inobservancia por una de las Partes a los precisos compromisos contraídos. Estos eran perfectamente lícitos y confirmatorios de una situación de derecho an­terior, preexistente, de manera que no cabe siquiera la posibilidad de suponer que una regla de jus cogens hubiera exonerado a Inglaterra del acatamiento estricto a los lazos libremente contraídos. Por lo demás, ellos contenían mandamientos categóricos y lo suficientemente enérgicos, claros y finalistas como para despejar toda duda acerca del carácter ilíci­to de cualquier acto contrario a sus estipulaciones, que tenían por objeto nada menos que la conservación misma de la integridad territorial de una de las mayores potencias de la época. La captura de un punto de la isla Saunders en 1766, en el área reservada a España —donde ya existía una colonización regular y permanente, heredada por ésta—, constituye una hipótesis del casus foederis que a través de todos aquellos tratados se procuró prohibir, por lo que ninguna consecuencia de derecho es posible inferir o derivar de ese acto.[79] Por el contrario, es previsible —por axiomático— que el responsable de un quebrantamiento de los com­promisos contraídos o de cualquier regla de derecho internacional haya incurrido en responsabilidad y deba, en consecuencia, responder por ello. Fue un atentado en tiempo de paz.[80]

Como se ha visto, ese establecimiento de 1766 arrastraba los vicios que se señalaban en las páginas 17 y 18, notas 3 y 4. Y su ulterior abandono explícito en los hechos lo que era la realidad jurídica. Terminó un episo­dio, se fijaron los términos, no en el sentido que se ha tratado de presen­tar en la respuesta de lord Aberdeen a la cuarta protesta argentina (véase pág. 13, nota 9), interpretando erróneamente la aceptación de las reser­vas de España respecto de su soberanía en las Islas y el abandono volun­tario de 1774, sino como lo predicaba el Conde de Aranda en su dictamen del 15 de setiembre de 1766:[81] «. . . desde Utrecht no se respira sino un total reconocimiento de todas nuestras posesiones, pues ni navegar ni traficar quedó permitido a los Ingleses, sino en los parages que se excep­tuasen, que ninguno de ellos es por la parte que amenazan». Se trató de un atentado al derecho internacional que los acontecimientos ulteriores —tratados, reconocimientos, aquiescencia, posesión continuada por el soberano, retiro y abandono por el ofensor—, lejos de cohonestar, pu­sieron (si ello fuera posible) aun más de relieve. Una interminable mis­celánea de episodios protagonizados por personalidades de gobierno y registrados en publicaciones oficiales —insospechables por su origen e imparcialidad—, aportan un haz luminoso al esclarecimiento total y definitivo de la cuestión.[82]

CAPÍTULO IV

LA CONDUCTA DE LAS PARTES;

SUS INSTITUCIONES, SUS AGENTES PÚBLICOS

El archipiélago es retenido por Inglaterra desde la invasión consumada en enero de 1833. Se sostiene que a partir de entonces —como si antes no hubiera existido un titular de derechos.-soberanos—r reanudaron la ocupación, en virtud de que mantuvieron, su título, rm obstante los. tratados reiterados y precisos en la prohibición-de tal- eventualidad; y no; obstante, además, la titularidad española, afirmada en una ocupación que se mantuvo mientras los ingleses se retiraban en 1774, y a pesar de los textos contenidos en la Convención de San Lorenzo (Nootka Sound) de 1790. Tampoco parece haber preocupado demasiado la caducidad de cualquier pretensión decretada por el tiempo, transcurrido desde 1774, la inconsistencia notoria del alegado descubrimiento, ni el hecho de que —aunque como mera hipótesis se le hubiera podido considerar como un título embrionario— la ocupación no fue inmediata, pues ocurrió más de ciento setenta años después de un descubrimiento ideado y, cómo se ha visto, maculada por más vulnerabilidades que las susceptibles de ser presentadas sin afrentar a un tribunal internacional.

Esta nueva manifestación de la presencia oficial inglesa en las Islas aparece con pretensiones sobre el conjunto de! ellas, tal como si las propias exigencias del decoro nacional no fueran dignas de una más pulcra consideración a un derecho internacional gestado en el ámbito donde la misma Inglaterra había participado. Aspirar al conjunto del archipiélago como si la isleta Saunders representara el continente dominante, con aptitud de atraer —mediante un poder jurídico des­conocido en el orbe— lo mayor a lo menor, es hacer gala de una imaginación creadora. El derecho de la comunidad de naciones no ha llegado a reconocerle virtualidad alguna en tales circunstancias, desde que otro poder etático se ejercía plenamente en el territorio.

Cabe decir, a esta altura, que no es preciso agregar más factores de zozobra a la tesis británica. Sin embargo, desde sus mismas fuentes y proporcionados por los mismos ingleses, se presentan actos, hechos,, da­tos e informaciones altamente sugestivos sobre la inviabilidad de sostener derechos sobre las Islas con otras razones que no sean las del poder y la fuerza.

Goebel señala entre los elementos que contribuyen a forjar el esquema sinuoso del comportamiento estatal británico, algunos pasajes como el referido a las tratativas para el reparto del imperio español antes de la guerra: «. . .Guillermo III había informado al embajador francés que tanto Inglaterra como Holanda solicitarían de la potencia a la cual fueran asignadas las Indias, un tratado de comercio favorable, que incluyera garantías convenientes para sus operaciones de intercambio, y que en caso de no llegar a realizar ese reparto, los ingleses exigirían ciertas plazas para asegurarse la prosecución de su comercio». Esta declaración fue la clave de la futura diplomacia de Inglaterra, indudablemente no sólo durante este período, sino durante mucho tiempo después.[83]

Esto significaba proponer por anticipado una justificación a la tónica que habría de presidir la política del sea power, en una versión im­perialista de la actividad comercial con el resto del mundo. El fin justi­ficaba los medios. No es de extrañar entonces que un embajador de Su Majestad Británica en Madrid[84], se despachara aconsejando lo siguiente: «. . .si nos las conceden (las liberalizaciones del 15%), deben concederlas a todo el mundo, y entonces los franceses y holandeses transportarán sus mercaderías libres de derechos a las Indias Occidentales, las cuales inundarán en tal forma el mercado que no tendrán valor alguno cuando lleguen. Por ello estimo más conveniente que nos aferremos a nuestro comercio clandestino, del que disfrutaremos con exclusión de todo el mundo, en virtud de la concesión del Assiento[85],. . .y hacerlo tan difícil a los demás como nos sea posible. . .» La calificación de estas actitudes diplomáticas, que interpretaban y guiaban a la vez una política, interesa menos que la prueba proporcionada por ellas a propósito de la carencia absoluta de derechos o expectativas sobre estas regiones. Nadie ejercería el contrabando en sus propios dominios, que era, en definitiva, lo que suponía la tesis británica.

Inglaterra no sólo fuerza y se abstiene de considerar los tratados existentes, sino que pretende volver unilateralmente sobre sus mismos pasos, procurando negar las prohibiciones establecidas a su propuesta, como en Utrecht, y apuntando a Francia, pero sin que la misma Ingla­terra quedara excluida.[86] El principio del efecto útil de las estipulaciones internacionales, asi como la necesidad de atender al objeto y fin de los tratados, llevan también aquí a concluir en la imposibilidad jurídica de que las posesiones españolas de América pudieran ser atacadas. La Convención de 1790 reafirmaba todo esto, cuando hacía veintitrés años que los españoles continuaban per se la colonización heredada de Bougainville.

Hasta el gobierno norteamericano, a pesar de las diferencias y fric­ciones con el de Buenos Aires, apoyó —según documenta Alfredo Palacios[87] —la respuesta del alto oficial naval que señalara a los ingleses: «. . .respecto del derecho de soberanía tal pretensión está lejos de ser teni­da por indiscutible. . .ella es seriamente disputada y aún absolutamente negada por el gobierno argentino. . .después del tratado de 1790[88] (Nootka Sound). Inglaterra se había obligado para siempre a no volver a tomar posesión de las Falkland. . .»

Otro aporte de alto valor proviene paradójicamente de actuaciones oficiales norteamericanas, vinculadas al violento episodio que tuvo por ejecutor al buque Lexington, de su marina de guerra. Esa contribución tiene dos distintas vertientes. La primera consiste en un vivo destello deri­vado de la producción técnico-jurídico-jurisdiccional de una Corte de los Estados Unidos, que presenta con nitidez cuál era el Estado considerado titular de soberanía sobre el archipiélago malvínico. Se trata de un fallo del que nos da noticia Fitte[89], recaído en las actuaciones promovidas por uno de los capitanes implicados en las medidas represivas adoptadas por el gobernador Luis Vernet.

Cupo a la Corte Federal del Estado de Massachussetts rescatar para la tradición de todas las naciones del orbe el respeto al culto de los prin­cipios de integridad, soberanía e igualdad jurídica de los Estados. La sentencia,[90] en lo fundamental que atañe a nuestra cuestión establece: «Siendo que un oficial de marina, sin instrucciones de su gobierno se apoderó en las Islas Malvinas de bienes reclamados por ciudadanos de los Estados Unidos, los cuales fue alegado habían sido tomados piráticamente por una persona pretendiendo ser gobernador de las islas, se declara que el tal oficial, no tenía derecho, sin expresa indicación de su gobierno de penetrar en el ámbito territorial de un país en paz con los Estados Unidos y de apoderarse de bienes encontrados allí reclamados por ciudadanos de los Estados Unidos. La demanda debió haber sido hecha ante los tribunales judiciales del país». Y efectivamente, en ese ámbito de la justicia argentina habían sido radicadas y dirimidas las reclamaciones invocadas por otros damnificados.

Junto a los tribunales internacionales, las Cortes y los juristas anglosa­jones aceptan e invocan la autoridad de las decisiones adoptadas por los tribunales internos[91], siendo ilustrativos los casos citados por Barberis[92], y Hambro[93]. El carácter eminentemente técnico, jerarquizado jurídica e institucionalmente, de la Corte —foro insospechable y competente para emitir opiniones acerca de la juridicidad imperante en todo momento— reviste de singular seriedad sus conclusiones, que deben reputarse emanadas de un poder del Estado Estados Unidos de Norteamérica.

En segundo lugar, la invasión de la Lexington tuvo el mérito de abrir una instancia de contradictorio internacional donde no hubo réplica ni contraparte que opusiera derechos de frente a las proclamaciones ar­gentinas. Como se ha dicho, a los actos materiales de agresión sobre el ámbito territorial, instalaciones, bienes y personas, se sumaron la voluntad y la efectivización del capitán Duncan de «tomar la ley en sus propias manos» y «negar toda autoridad sobre las islas[94]. Estos actos que envenenaron las relaciones entre los Estados Unidos y la República Argentina durante casi todo el siglo pasado, fueron conocidos y observa­dos por el gobierno inglés como por cualquier otra potencia cuyos derechos y presencia fueran ajenos a la controversia. Y si de la entente anglo-norteamericana, expresada a través de las conversaciones que mantuvieron sus representantes en Buenos Aires, puede inferirse una apreciación táctica del gobierno inglés con vistas a un futuro reparto de más largo alcance,[95] nada puede extraerse a su favor en vista de la acti­tud omisiva respecto de sus supuestos derechos sobre las Islas. Los actos consumados hubieron de afrentar tan hondamente a la nación británica —si es que algo hubiera tenido que defender en las Islas—, que su digni­dad[96], tantas veces invocada, debió exigir pública y rectamente la condigna reparación. Sería inconceible que la reina de los mares asistiera impasible al desmantelamiento de lo que hoy pretende parte de su pa­trimonio imperial. Se trataba allí no ya de la afectación simbólica sino del concreto avasallamiento de una jurisdicción nacional que, en lo que a ella respecta, no tuvo contestación. No es, entonces, injusta ni extemporánea la invocación al estoppel en esta ocasión. Es que, como se ha demostrado, el comportamiento objetivo debe comprometer y compromete a los Esta­dos para seguridad de la convivencia pacífica de la comunidad inter­nacional, y a ellos, con más razón que a otras entidades, se aplica la sentencia acuñada por Barberis:[97]. . . el jurista no debe considerar lo que (la C.I.J.) dice que «hace, sino lo que ella hace».

Mutatis mutandi, esta doctrina universal que concurre a disciplinar las relaciones entre los sujetos originarios del derecho internacional, como una regla de fondo—tal cual ha sido expuesto en relación al instituto del estoppel—, rige aún para el principal órgano judicial de ias Naciones Unidas y obliga a hacer «distinciones»[98].

Esa condescendencia británica congruente con la carencia de expecta­tivas demostrada por el abandono del primer aponsentamiento,[99] contemporáneo por más de sesenta años con la ocupación y los actos de autoridad españoles, traducía tan ajustadamente lo ajena que era al destino de las Islas, que sus propios agentes públicos lo recordaban con total naturalidad. Las especulaciones del Foreign Office sobre sus eventuales posibilidades basadas en el oportunismo y un sentido pragmático de la realidad internacional, no podían ser tenidas demasiado en cuenta por quienes, aun a su servicio, debían guiarse por un estándar mínimo de compatibilidad con esa realidad honestamente considerada.

Lo que ocurre es que las Provincias Unidas habían sucedido a España en sus derechos sin sombra de duda[100] y, además, las fruslerías sim­bólicas, sin ningún valor, dejadas subrepticiamente por los ingleses al hacer abandono de su posición eran tan intrascendentes que el Cónsul General de Su Majestad Británica en Montevideo —Mr. Tomás Samuel Hood[101] al efectuar su representación ante el capitán Duncan, de la Lexingto, en favor de un subdito británico afectado en su libertad a consecuencia del ataque a las Islas, basaba su reclamo en que se había violado jurisdicción del gobierno de Buenos Aires (estoppel). La prisión injusta ús Mr. Brisbane dio lugar a que el enviado de Londres dijera: [102] «. . . Lr 5 Vernet —gobernador de las Malvinas—[103] estaba legalmente nombrado dado que su título fue concedido por personas ejerciendo los poderc y las funciones de gobierno de la República Argentina, y estando éstos legalmente elegidos y nombrados, yo me permito expresarle que dondequiera que se encuentre el delito del que se le acusa haber cometido en el desempeño de sus deberes públicos, éste no le pertenece, y la reparación debe ser interpuesta ante el gobierno de Buenos Aires; cuando el poder o la autoridad procede de un gobierno establecido, yo advierto que es sólo frente a este gobierno que las reparaciones por perjuicios pue­den o deben ser entabladas, y no sobre individuos que actúan bajo su autoridad, por cuanto es admitido como principio de las leyes nacionales que la piratería no puede ser llevada a cabo por ningún empleado os­tentando el nombramiento de un gobierno reconocido; un funcionario puede realizar agresiones, hacer capturas o causar agravios, pero ello con respecto a su propia nación, hacen eso a su propia responsabilidad y su país es responsable ante el sector ofendido…”.

Esta jerarquizada y respetable opinión de quien por su posición, y por el contenido del documento, no caben dudas de que sabía lo que decía, tiene la calidad de una prueba ofrecida por Inglaterra sobre la marcha de los acontecimientos, defendiendo ante otra gran potencia la autoridad y legalidad de los agentes públicos que en nombre del gobierno de Buenos Aires regían las Islas, y en una circunstancia ideal para que ella misma asumiera la condición de Estado afectado por la incursión de la Lexington.[104]

Mr. Hood coincidía, pues, anticipándose en anos, con el tallo de la Corte de Massachusetts, tan seriamente fundado que constituye un seguro punto de referencia en materia de cuestiones similares,[105] además de que señala la titularidad del señorío en las Islas.

La inacción, el silencio, y estas afirmaciones contestes en asignar a la nación argentina el rol de ofendida en una instancia tan grave, revelan una aceptación de que el gobierno inglés nada tenía que reclamar [106]. Los hechos son porfiados en ratificar las razones de Derecho Internacional que aquí se han reseñado, aunque Mr. Fox dijera tardía y estérilmente que su silencio no debía ser interpretado como un abandono de los derechos ingleses sobre las Islas.[107]

Como si un representante de Su Majestad Británica pudiera permitirse ignorar que las reglas bajo cuyo imperio se disciplina la conducta de los Estados no dependen de la interpretación ocasional y caprichosa que ca­da uno de ellos quisiera darle según sus conveniencias particulares, y que la agresión injustificada, violentísima de la Lexington, sancionada por un alto tribunal del Estado responsable, exigía, como en ninguna otra circunstacia, una reacción adecuada. En tales condiciones, el silencio es incompatible con cualquier ambición de señorío y sólo cabe atribuirle al mismo la identificación con la nada absoluta en el campo de los derechos eventuales.[108]

Sería ofender la dignidad británica misma hacer uso de recursos re­tóricos para suplir la falta de alegaciones consistentes que pudieran ser expuestas decorosamente ante un tribunal internacional.

Es que precisamente son actuaciones oficiales propias y publicaciones insospechables las que socavan los argumentos esgrimidos por el Reino Unido; el asesor de la Corona, Herbert Jenner afirmaba:. . . la expe­dición proyectada por Lord Anson fracasó por pertenecer a España las islas…”[109]; y The Annual Register (Londres, 1833), con el valor de la fuente y la contemporaneidad con los hechos, en su reseña de los acontecimientos mundiales de 1832, al comentar el conflicto argentino-norteamericano reconocía explícitamente la soberanía del Estado platense al consignar: «.., la República (Argentina) estuvo en cierto peligro de colisión con los Estados Unidos, a causa de que un navio de guerra norteamericano destruyó un establecimiento perteneciente a la República, en una de las Islas Falkland. La República pidió una satis­facción y los Estados Unidos designaron un enviado especial, pero la negociación no llegó a término satisfactorio. El enviado pidió y obtuvo sus pasaportes-. El gobierno argentino lo acusó de haber ido a entorpecer la negociación. . . y declaró la determinación de afirmar su poder y sus derechos sobre las Islas Falkland. . .»[110]

Miller, glosado por Areco, diría en su Historia de Jorge III : «. . . en 1744 los ingleses proyectaron un establecimiento en Malvinas a virtud de las recomendaciones sobre ellas hechas por Lord Anson, después de su viaje alrededor del globo, como el mejor lugar para tener un puerto de escala antes de doblar el Cabo de Hornos. Como diez años después, cuando el mismo Lord Anson fue puesto al frente del Almirantazgo se hicieron preparativos para realizar su plan. Pero se opuso a él el rey de España por pertenecerle las islas. El ministro español representó que si el objeto del viaje era formar establecimientos en las Islas, esto sería una hostilidad contra España, dueña de ellas, pero si era el de una curiosidad, él daría cuantas noticias deseasen, sin necesidad de entrar en gastos de expediciones para satisfacer una curiosidad. A vista de esto los ingleses desistieron de la empresa».

El estoppel ha quedado perfeccionado por haber recabado de la Corte de España una autorización cuyo rechazo fue admitido como inapelable. Se refuerza por los términos contenidos en la versión de la entrevista que proporciona la obra de la señora  V.F. Boyson.[111]

Migone afirmó, sin ser desmentido, que el propio gobernador, Sir Arnold Hodson admitía los fundamentos jurídicos de la posición ar­gentina, respondiendo —como lo había hecho la corona misma al investir al primer responsable del gobierno de facto— que bastaba la posesión, sobre la que afirmaba toda su argumentación prescindiendo del derecho de poseer y del origen espurio de aquélla.[112]

Fitzroy no pone en duda que Vernet fuera el legítimo gobernador y transcribe la carta de un viajero que, arribado a las Islas, se encontró muy sorprendido por las muestras de impecable pulcritud administrati­va, organización, eficiencia, cultura, refinamiento y sociabilidad que emanaba, en aquel alejado páramo, del pequeño grupo humano que lo constituía. Hospitalidad, servicios, seguridad, establecimientos apropia­dos, alimento, biblioteca, música y una plática animada y cordial le eran proporcionados al viajero que no esperaba encontrar allí más que algunos loberos.

Y el teniente Langdon, a la vuelta de su viaje a la tierra de Van Diemen,[113] sabiendo que el archipiélago pertenecía al gobierno de Buenos Aires y que en su nombre gobernaba Vernet —quien le había ofrecido una magnífica parcela para colonizar—aconsejaba al minis­terio inglés apoderarse de la Falkland del Este por su valor estratégico de acceso a las tierras australianas.

Hasta en el Parlamento de Londres se oyeron voces sobre esta verdad evidentísima que no convenía a los interesados en la futura explotación del archipiélago. Uno de sus distinguidos miembros, Sir William Molesworth, dijo en la sesión del 25 de julio de 1848: «. . .decididamente soy del parecer que esta inútil posesión se devuelva desde luego al go­bierno de Buenos Aires que justamente la reclama»[114]

La Cámara de los Lores también se ocupó del problema, y si los votos fundados de diez y nueve de sus integrantes proporcionan evidencia al censurar la aceptación del instrumento por el cual el gabinete había acordado aceptar las reservas de soberanía española en 1771 —en un acto diplomático de asentimiento a las mismas, con los efectos consiguientes de obligarse a respetarlas—, tiene asimismo relevancia el dato relativo a la actitud de Lord Holderness, quien declaró que «. . . el establecimiento de Inglaterra en las Islas Falkland era injusto porque ella no tenía ningún derecho a esas islas; imprudente, porque exponía a la Nación a los peligros de una guerra; impolítica, porque era imposible, sin gastos desproporcionados con su objeto, sostener un establecimiento tan aleja­do. . .» y que «. . . la reparación del insulto, único punto interesante para Gran Bretaña en esta cuestión, era satisfactoria. . .»[115]

¿A quién podría ocultarse que si a Inglaterra le hubiera sido lícito contestar con igual reserva no lo habría hecho?[116]. Los ingleses aban­donaron en silencio Puerto Egmont. No protestaron a ninguna autoridad la intención de volver a él. ¿Cómo conciliar el interés manifestado al­gunos años antes por explorar las Islas y los enormes gastos que hizo en los preparativos de guerra por la expulsión de Port Egmont, con el abandono en silencio de este punto tres años después, siendo entonces mucho mayores las ventajas que aquél ofrecía a la navegación y al comercio?. . . ¿Abandonar repentinamente sus posesiones solo por el ahorro miserable del costo del sostén, cuando los productos de la pesca le reembolsarían con ganancia esos costos? ¡Abandonarlas por economía, sin dejar siquiera un buque o unos cuantos hombres a pesar de sus ri­quezas, de su numerosa marina, de su excesiva población! ¡Abandonar en silencio cuando nada le costaba hablar y tanto le importaba hacerlo! La prescripción habría de eliminar hasta el último vestigio de expectati­vas británicas.

No es de extrañar, entonces, el celo con que los más encumbrados representantes de la diplomacia de Londres procuraron borrar, o al menos disimular mimetizándolos el sentido y hasta la existencia misma de las actuaciones diplomáticas y las que en el terreno mismo de los hechos se habían cumplido. Así fue que más tarde trató de revestirse al retiro de 1774 con motivaciones de índole económica interna, recurriéndose al uso de símbolos referidos a una cierta isla Falkland que ni siquiera perduraron, sin que nada de esto fuera opuesto durante las negociaciones, ni fueran mencionadas las circunstancias en el acuerdo concertado con España al efecto {Acceptance de Rochford, de enero de 1771).

Y así fue como este instrumento, de vital importancia en la prueba, no de los derechos de España —que no lo requería— sino a propósito de su admisión expresa por la Gran Bretaña resultó objeto de una me­tamorfosis semántica con un claro designio: el de eliminar de los propios archivos, sin destruirlo materialmente, un documento cuya elocuencia resulta indisputable en contra de la posición sostenida.

Señalaba el doctor Ruda en su exposición ante el Subcomité (III) del Comité de los Veinticuatro[117], que tal como se desprende del título original del documento británico, no se trata de una Counter Declara-don como lo llamó Lord Palmerston en 1834, sino de una Acceptance, de acuerdo a la edición oficial de los State Papers de 1771. Es cierto, tan cierto esto, que el Dr. Bonifacio del Carril afirmó también: «Tengo a la vista la edición oficial de los State Papers de 1771 con la respuesta de Rochford. El título original no dice Counter declaration sino Accep­tance. . .»[118]

La existencia de un error inocente sobre tales cuestiones resulta in­verosímil. Casi una afrenta a todo un sistema acreditado por siglos de eficacia. Sería insostenible cualquier afirmación en tal sentido, desde que la mutación operada por tan alta autoridad sobre la designación del instrumento tiende a producir los mismos efectos que la sustitución del contenido mismo. Es decir, Inglaterra, que se allanó a reconocer la vali­dez de las reservas de España sobre sus derechos mediante la aceptación —que comprendía las satisfacciones a su honor nacional—, se convertiría a causa de un cambio que no puede ser sino deliberado, en protagonista de una refutación. Este hecho demuestra más de lo que podría esperarse y no apoya ni adorna a quienes han maniobrado con él. Si el acuerdo, por sí mismo, es suficiente para probar el reconocimiento británico a las pre­tensiones de señorío español sobre las Islas, la tentativa consumada ex postfacto para modificarlo reafirma su sentido real, fuera de disputa en términos de derecho internacional y diplomático[119].

La Crónica Naval Británica[120], señalaba el significado de la representación objetiva a que había dado lugar el retiro operado en 1774, cuando decía que «. . .el capitán Clayton fijó una lámina de plomo al ausentarse, con la inscripción de que pertenecían[121], a Su Majestad Bri­tánica» y concluyendo: «pero estas islas, tan pertinazmente pretendidas por los ingleses, fueron cedidas a España».

El Diccionario Geográfico de Brookes, escrito en Londres,[122] dice lo siguiente: «En 1770, los españoles expulsaron a los ingleses de Puerto Egmont; éstos recuperaron el establecimiento[123], por un tratado, pero en 1774, el establecimiento fue abandonado por los ingleses y las islas fueron cedidas a la España».

Diecinueve pares del reino firmaron un voto de disconformidad —fundándolo— contra la aceptación de las reservas de España, por considerar, correctamente, que ello importaba el reconocimiento pleno de su soberanía.[124]

El pacto verbal por el cual los ingleses habrían de evacuar su esta­blecimiento fue realmente tan público y notorio que Vernet pudo conocerlo a través de la anécdota correspondiente del M.G.H. Pitt. En la parte correspondiente del Capítulo XXXIX se lee: «Mientras Lord Rochford negociaba con el Príncipe de Masserano (el Tratado de 1771), el Sr. Stuart Mackenzie lo hacía con M. Francois. Al fin, el 22 de enero de 1771, como una hora antes de juntarse el Parlamento, un enviado es­pañol firmó una declaración, bajo órdenes francesas, restituyendo a su Majestad Británica las islas Falkland. Pero la importante condición mediante la cual se consiguió esta declaración, no se expresó en ella.[125] Esta condición era que: las fuerzas británicas habrían de evacuar las Islas Malvinas tan pronto como fuese conveniente después que se les hubiese puesto en posesión de Port Egmont».[126]

Isaac Areco enriquece, con referencias a documentos libres de toda sospecha, su trabajo doctrinal, y una insoslayable honestidad intelectual obliga a reiterar las remisiones al mismo. Una mención que formulara sobre la Enciclopedia Británica vale la pena citarse, y ella refería: «Puerto Egmont fue restituido a los ingleses que volvieron a la posesión de él; pero poco después fue abandonado a virtud de un convenio privado entre el Ministerio y la Corte de España».

La correspondencia diplomática[127] prueba que lo más a que habían pretendido los ingleses en las tratativas que condujeron al acuerdo de enero de 1771 fue a «que las medidas tomadas sean desautorizadas (el desalojo violento efectivizado por Madariaga a instancias del gobernador Bucarelli) y que las cosas vuelvan al estado en que se encontraban an­tes. . .» (ocupación precaria de Port Egmont) y establece Moncayo[128] que en el debate ulterior, el Primer Ministro se encargó de precisar el carácter del conflicto diciendo: «. . .en lo que concierne al derecho sobre la Isla, esta cuestión no está en nada involucrada en la disputa actual, en la que no se trata, en absoluto, sino del insulto manifiesto hecho en el seno de la paz más profunda a la Corona de Inglaterra.,.» Lord North olvidaba, al hacer estas manifestaciones tan elocuentes, la amenaza para la paz que constituyera la instalación llevada a cabo por Me Bride apenas cuatro años antes, en tierras que, mediante tratados, Inglaterra misma se había obligado a respetar y garantizar libres de toda intrusión a favor de Espa­ña. Sus expresiones, dirigidas a señalar cuál era el único interés de su país en la cuestión, es decir, a obtener la reparación moral de la derrota in­fligida en ocasión de la expulsión de Port Egmont, destruyen todo sus­tento para armar alegaciones favorables a la posición del Foreign Office basadas en las tratativas previas al acuerdo diplomático, en el tratado mismo y en lo que significó un retiro (1774) seguido de abandono definiti­vo y total. Paradójicamente, a tan rotunda admisión de su parte, que se refuerza con la aceptación de la reserva española de soberanía y otras muestras de claudicación en términos de derecho internacional, el go­bierno de Londres la ha llamado «el arreglo definitivo de la cuestión». Hasta el primer ministro North ya había admitido que la aceptación de la reserva de derecho tendría el mismo valor que si Inglaterra reconociera ese derecho (Goebel, op cit. pág. 368).

El mismo lord se empeñaba en demostrar ante el parlamento que aceptó sus explicaciones que «. . .se trata de una cuestión de honor y no del derecho de Gran Bretaña sobre un rocher desierto e inhabitable. . .»[129]

Mal puede pues, la Parte que así ha condescendido a un reconocimiento tan preciso proponer siquiera una tentativa de ignorar una realidad objetiva y clara. Las negociaciones, la actitud del gabinete inglés ante el parlamento y la reserva no contestada en el acuerdo del 22 de enero de 1771, tienen un valor inexpugnable.

Los hechos más recientes,, acaecidos después del cambio de actitud puesto de manifiesto con la nota de W. Parish —que alude a la pre­tensión de Londres en 1829-—, prueban que si ese gobierno hubiera teni­do cómo y por qué defender algunos derechos en 1771 hubiera replicado u opuesto salvaguardias ante la reserva española. No lo hizo entonces y ocurre por el contrario ahora, cuando el problema se encuentra bajo observación de las Naciones Unidas, que el cambio de notas de fecha 5 de agosto de 1971 señala la inviabilidad de cualquier variación en la si­tuación de derecho como consecuencia de la ejecución del acuerdo sobre comunicaciones entre Argentina y el Reino Unido (Declaración conjunta de Io de julio de 1971). Tal salvaguardia no hace mella en los derechos consolidados; no impide que en otras áreas se produzcan mutaciones (derecho de la descolonización, coejercicio de soberanía en materia de derechos humanos, etc), y tiene la virtud de hacer evidente, con inter­vención de Inglaterra misma, que cuando un Estado se considera asistido de apoyos legítimos a sus pretensiones introduce reservas o adopta salvaguardias, oponiéndose, refutando y aun previniendo anticipa­damente respecto de su contraparte. El presente, pues, ilumina sobre el ayer. La reserva española tiene, por virtud del devenir histórico, una confirmación de su carácter como proclamación no contestada de se­ñorío.

Por otra parte, no era la primera vez que la cancillería inglesa incurría en equívocos manejando con desaprensión puntos importantes de la cuestión, aunque sin dejar de tener en cuenta sus particulares intereses. Goebel[130], recuerda que, habiendo el Príncipe de Masserano formulado reclamaciones a Richmond respecto de la primera incursión inglesa, Shelburne había pretendido igualmente fundamentar una oposición a España sobre la base de ignorar aquel hecho, como si Albión pudiera prevalecerse en tal caso del silencio.

Lo notable del espisodio radica en que, a pesar de la afirmación errónea de Shelburne, el gobierno de Su Majestad Británica habría creí­do, dos siglos atrás, que estaban dadas las condiciones como para hacer uso del estoppel. Se expresa también en la singular oposición entre esa tesitura respecto de la primera instalación inglesa y la colonización efectuada por Bougainville —que fue, indiscutiblemente, la primera—; jamás objetada por los ingleses, como lo documentan las afirmaciones de Goebel respecto de la requisitoria de Durand[131].

Hasta sobre los mismos informes técnicos parece cernirse una singular tendencia hacia la búsqueda de la utilidad y conveniencias nacionales. No otra cosa demuestra la falta de rigor en las investigaciones previas con que se expide el abogado de la Corona ante los planteos de los capitanes de empresa que venían a dinamizar la política colonial: «. . .no parece que se haya formado en estas Islas desde entonces —1774— colonia al­guna. . .»[132] España llevaba más de cincuenta años gobernando y en posesión de ellas.

Me Bride, arribado a las islas casi dos años después que los franceses, y habiéndose encontrado ya con Bougainville, aseguraba a Londres : «. . .no hemos visto apariencia de ningún establecimiento ni lugar donde se haya intentado hacerlo»[133]

CAPITULO V

DESCUBRIMIENTO Y CONTIGÜIDAD GEOLÓGICA

En cuanto a la cuestión del descubrimiento, cabe significar que a España no le preocupó demasiado la determinación de su autoría, desde que las atribuciones pontificias, así como la conquista y la posesión continental, permitían acumular títulos suficientes para provocar el reconocimiento universal de su soberanía en el archipiélago, a lo que se agregó más tarde la ratificación efectuada por las potencias más grandes de la época con Inglaterra a la cabeza, a través de la tupida red de trata­dos que protegían y garantizaban la intangibilidad del imperio español americano.[134] Una legitimidad anterior era también de jure confirmada.

Tampoco es aquí donde pueden hallarse una posibilidad argumental ni antecedentes históricos acreditados, capaces de servir de apoyo a la tesis del Foreign Office.

En Inglaterra se había venido adjudicando a los capitanes Dayies y Hawkins el mérito de haber visitado en primer término las Islas, en 1592 y 1594. respectivamente. Sus relatos, sin embargo, han inducido a serias dudas no ya en cuanto a la prioridad —puesto que está probado, con abundante cartografía de la época y otros documentos, que las islas ya estaban descubiertas—,[135] sino en torno a la veracidad misma de su arribo o al haberlas avizorado. El primero, que había incurrido en grave falta de lealtad y disciplina con su jefe de expedición, se hizo sospechoso de procurar méritos que restablecieran con urgencia su prestigio; aludía a islas jamás descubiertas a las que no bautizó con nombre alguno, a pesar de tomar las precauciones excepcionales de que la tripulación confirmara sus afirmaciones. John Jane, que según las versiones más difundidas ha­bría realizado el relato del viaje mientras acompañaba la expedición, no figura entre los firmantes de la atestación. Esto pone en tela de juicio la verosimilitud de que la narración de los hechos fuera cumplida a medida que se desarrollaba el viaje, y de admitirse que efectivamente el cronista fue testigo presencial, extraña que se haya prescindido de su firma, la más autorizada, quizá, en aquellas circunstancias.[136]

Resulta, además, contrario a la realidad —o al menos incompatible con la relación tiempo-distancia para la época:— el brevísimo lapso de navegación empleado para alcanzar el cabo Froward después de haber avistado a lo lejos «ciertas islas nunca descubiertas antes»[137], única alusión contenida en el relato que, como se advierte, incurre en una pe­tición de principio, puesto que constituía una temeridad afirmar aquella circunstancia sobre unas islas pertenecientes al ámbito reservado a Espa­ña, y cuya cartografía —que ya las daba por descubiertas— desconocían o fingían desconocer estos navegantes.

Del capitán Hawkins puede afirmarse que su relato es ilustrativo del valor que cabe asignarle. En él refiere que la tierra es de buen aspecto, poblada, de un clima templado que recuerda a Inglaterra, en la que vieron muchas fogatas; pero no fue posible hablar con los habitantes, acercándose a las islas, por no haber sondeado la playa!!! Hasta el co­mandante Chambers[138], de la armada de Su Majestad Británica, de­sautorizó el supuesto descubrimiento al decir que lo que este navegante vio fue aquella parte de la costa patagónica donde el Río Deseado desem­boca en el Atlántico.

Bougainville y Goebel han sostenido que las Islas, fueron vistas por primera vez por Américo Vespucio, en 1502. Areco coincide en ello, agregando: «. . .cierto es que no supo si hacían parte de una isla o del continente, pero por la ruta que siguió, por la latitud a que llegó y aún por la descripción que hace de la Isla, se viene fácilmente en conocimiento que era la de Malvinas. Bouillet, cuya autoridad en materias geográficas no puede ponerse en duda, participa de la misma opinión. Y la Crónica Naval Británica de 1809 dice: ‘Aunque se ha atribuido a Davies el. descubrimiento de las Malvinas, es muy probable que fueron vistas por Magallanes y por otros que le siguieron’. Como éstos no pueden ser sino los españoles Loaiza, Alcozábal, Villavós, etc. que ya habíamos mencionado al principio, la nación española puede pues apropiarse el descubrimiento».

Y esto no puede ser de otra manera —prescindiendo de otros posibles titulares del mérito—, dado que una impresionante acumulación de ma­terial documental, cartográfico, elaborado por técnicos reputados en su época y que el tiempo ha consagrado por la notable aproximación de sus cartas y mapas a la naturaleza, aporta datos fidelísimos y confiables que facilitan el acceso a la verdad.

Esa verdad consiste en el hecho de que, muchos años antes de la fecha en que los navegantes ingleses Davies y Hawkins se desplazaran por aquellas latitudes —incluidas plenamente en la zona asignada a España por la demarcación pontificia, como también en la posterior rectificación hispano-portuguesa de la línea según el Tratado de Tordesillas—, las Islas pertenecieron siempre a España, y su descubrimiento era, más que innecesario, imposible en el plano material,[139] e irrelevante y baldío desde el punto de vista jurídico. La copiosa documentación que releva de otras consideraciones acerca del conocimiento que existía sobre las Islas, incluye: uno de los globos de Schoner de 1520, y el Mapamundi de Pietro Apiano, del mismo año; la Carta Náutica de Reinel, casi seguramente de Pedro,[140] que data de 1522 o 1523, y donde el archipiélago se encuentra localizado con aproximación; el Islario General del Mundo, de Alonso de Santa Cruz[141] que según el profesor Wieser es de 1541; el mapa de Gaboto, y el de Bartolomé Olivares, éste de 1562[142], y del mismo año el de Diego Gutiérrez[143] ; el mapa de Martínez, presentado en colores en la obra de Ruiz Guiñazú;[144] el trabajo cartográfico de Sebastián López, en el que las Islas aparecen con otro nombre que también se les dio: Islas Sansón (Ilha Qam Qom)[145]; el mapa de Plancius[146], etcétera.

Esta relación de trabajos científicos, aunque no agota la nómina, resulta suficiente para proporcionar seguridades acerca de la in­consistencia y esterilidad de toda ambición por idear nuevos descubri­dores para lo ya conocido.[147]

Así enumerados, debe considerárseles como integrantes de la masa documental referida a un segundo plano de la cuestión misma, y para aventar hasta la  sombra de cualquier  afirmación  sobre los des­cubrimientos ingleses. Como se ha dicho, en cuanto a la cuestión básica de legitimidad originaria, ella está radicada en aquellos derechos propios y exclusivos de la corona de España, vinculados al reconocimiento uni­versal de los actos del Sumo Pontífice, a los que se agregó una ocupación a título de soberano —la primera—, sucesora de la de Bougainville. Los tratados, especialmente los concertados con Inglaterra, vinieron, más que a perfeccionar  aquella legitimidad,  a  señalar para el  futuro,  al conocimiento de todas las naciones, que Inglaterra sería la última en po­der pretender una pulgada de suelo de América meridional.[148] Sólo después de 1790, apenas si se le concedió el acceso al sólo efecto de la na­vegación en estas regiones, y como se ha visto, sumamente restringida. La Saint Laurence Convention —por la que generalmente pasan como sobre ascuas los abogados de la causa británica— proclamó el reconocimiento expreso del legítimo y exclusivo dominio hispánico en las tierras que ocupaba Su Majestad Católica, como era el caso de las islas Malvinas.

De los tempranamente alegados «descubrimiento y subsecuente ocupación» nada queda entonces. Y nada cabría agregar, si no fuera por la tentación que significa la glosa de algún pasaje contenido en la obra de Ruiz Guiñazú, quien asigna gran importancia a las referencias conteni­das en el Islario de Santa Cruz, tan justamente respetado por la jerarquía de su autor, navegante, investigador, cosmógrafo, catedrático.[149] Se trata de alguno de los buques de la expedición de Magallanes, el que resulta «sujeto activo del primer conocimiento de las Malvinas, a tenor de las re­ferencias con que se subraya el «. . .descubrimiento de las Yslas que están al oriente del Puerto de Sanct Julián. . . a cinquenta y un grado de al­tura. . .», agregando que es éste acaso el dato más preciso y orientador en la búsqueda de la verdad acerca del archipiélago. Y más adelante: «. . . el puerto, que él ¡ llamó Sanct Julián, donde estuvieron cinco meses, desde el mes de abril hasta el mes de setiembre. . . hasta que tornó a volver y abonar el tiempo con algún calor. . . Y de aquí tomaron por demanda por la costa adelante haviendo llegado y descuvierto unas yslas que están al oriente del Puerto de Sanct Julián por diez y ocho leguas que pusieron de nombre de Sansón y de Patos, porque en ellas hallaron muchos y muy gordos. . .». En el texto primitivo debió decirse se­tenta y ocho (78) leguas, como correspondería a la mayor aproximación, habiéndose confundido al siete por un uno. Esto es así, además, porque de entenderse diez y ocho leguas, el descubrimiento no hubiera requerido de la navegación, pues se habrían avistado las Islas desde la costa.

Como quiera que fuere, su presencia se detecta desde principios del siglo XVI; descubierta casi indudablemente por España, fue registrada en forma.

Las condiciones de proximidad geográfica y especialmente la contigüi­dad geológica configuran circunstancias jurídicamente relevantes en si­tuaciones no perfectamente definidas y, aunque no sea éste el caso, vale la pena recordar las precisiones que sobre su valor efectuaba Jiménez de Aréchaga, en su Curso de Derecho Internacional Público[150], como re­fuerzo de la posición argentina. La generalización del asentimiento a los fundamentos de la Declaración del presidente Truman[151], que sostiene la continuidad territorial del Estado hasta donde se prolonga la nación costera como plataforma continental, ha dado motivo a que se haya «establecido una ¿quiescencia general en la norma de que el Estado adyacente tiene derechos propios respecto de su plataforma. . .»[152]

En la Conferencia de 1958 sobre Derecho del Mar, se hizo notar que[153] «aunque la proclamación de Truman sea de fecha relativamente reciente puede considerarse que el derecho internacional rige ya por entero esta cuestión. Todo confirma este punto de vista: la existencia de un conjunto suficiente de usos de los Estados, la amplia aceptación de estos usos, el gran volumen de escritos autorizados y la labor realizada por la Co­misión de Derecho Internacional. Por lo tanto no es satisfactoria la tesis expuesta por Alemania,[154] ya que no está corroborada por la práctica de los Estados ni por las enseñanzas de los autores más califica­dos de las diversas naciones».

Y el «zócalo continental argentino»[155] no es otra cosa que la plata­forma o meseta submarina que guarda con el continente una estrecha relación morfológica y geológica.[156]

La Convención de Ginebra de 1958 sobre la plataforma continental expresa la confirmación de estas proclamaciones.[157]

En cuanto a la masa argumental fundada en la unidad originaria polí­tica y geográfica, que luego constituyó el Virreinato del Río de la Plata, del quedas islas fueron parte, ella es conocida y de valor inexpugnable.[158]

CAPÍTULO VI

UN PROCESO TRASCENDENTAL.

COLONIALISMO Y DESCOLONIZACIÓN

Un formidable instrumento, forjado en el seno de la comunidad or­ganizada de las naciones mediante sucesivos pronunciamientos que han contado con el apoyo de la mayoría considerable de sus miembros, aparece ya sólidamente vinculado a las decisiones sobre Malvinas. Es el derecho de la descolonización cuya Carta Magna, la Resolución 1514 de la Asamblea General de las Naciones Unidas[159] comprueba formalmente una convicción casi unánime en el sentido dé considerar injusto y anti­jurídico al colonialismo. No mucho más tarde se le calificaría de crimen internacional.

A partir de ese fundamental acontecimiento, una eclosión libertaria condujo al desenvolvimiento de tantas situaciones hacia la conformación del Estado nacional independiente, que se ha llamado al período siguiente «la década de la descolonización». En ese proceso, numerosas resoluciones fueron siendo adoptadas por las Naciones Unidas, que afirmaban y complementaban aquella manifestación de voluntad tan universal, rápidamente incorporada al derecho internacional como expresión documentada de una costumbre de valor indiscutible. Sin embargo, aquel instrumento originario contenía toda la médula jurídica, tan sabiamente codificada, que sus ulteriores desarrollos reiteran y rea­firman solemnemente sus objetivos y principios, señalan los peligros a que se expone la sociedad de naciones al infringirlos alguno de sus in­tegrantes creando situaciones potencialmente destinadas a amenazar la paz y la seguridad internacionales, advierten sobre las posibles sanciones y las aplican efectivamente.[160]

Sus previsiones fueron más allá de la simple observación y del disciplinamiento de los casos flagrantes de ocupación total de determinados territorios. Tuvo en cuenta la unidad de los pueblos y, asimismo, la uni­dad —integridad territorial— de naciones sobre las cuales una dominación colonial afectara parcialmente el pleno goce de todos sus po­deres por parte del Estado.

Es decir, si la Declaración está dirigida predominantemente a reconocer el derecho a la independencia y promover las movilizaciones de los pueblos colonizados, también quiso evitar la convalidación fraudulenta de situaciones creadas por las potencias coloniales, mediante plebiscitos acerca de los cuales no cabría abrigar dudas sobre su resulta­do en tales condiciones,[161] a propósito, precisamente, de casos como el planteado en Malvinas,[162] cuya ocupación[163] respondió a un designio colonial.

La declaración del representante de Indonesia, contestando al de Gua­temala que propuso una modificación al punto VI fue terminante al ex­presar que su delegación tomaba en cuenta en su proyecto precisamente la protección de la unidad nacional y la integridad territorial de su país, y que la idea manifestada en la enmienda de Guatemala ya estaba presente en el proyecto de resolución, por lo cual los pueblos y territorios a los que la delegación de Guatemala quería aludir habían sido tomados en consi­deración en el párrafo VI de aquél.

Estas conclusiones, tan obvias, han sido explicitadas y desarrolladas en el ámbito de las Naciones Unidas y resultan de los términos de la Resolución 1514[164] y de otras adoptadas en el propio caso Malvinas; se desprenden nítidamente de su fraseología; expresan el espíritu que in­forma la historia fidedigna de la sanción del documento; son congruentes con la contextualidad del mismo y proyectan su télesis a una situación concreta. Esta situación muestra a la República Argentina en trance de asumir desde el primer momento en el concierto de las naciones la totali­dad del patrimonio en el que sucedía a España. Inglaterra había admiti­do esto —incluyendo el archipiélago malvínico— al reconocer su personalidad internacional y luego formalizar tratados sin objetar el ámbito territorial sobre el que desplegaba sus atributos estatales.[165]

La conquista consumada supone la instalación de un factor irritativo entre ambos países que el tiempo no mitiga, y que los recursos emplea­dos[166] tanto como la evolución de la conciencia jurídica universal con­curren a señalar como insostenible. El mantenimiento de la situación es realmente opuesto a las condiciones deseables pata contribuir a la paz y seguridad internacionales puesto que, producida la invasión hace más de 140 años cuando en el mundo no existía un orden instrumentado del que participaran en un pie de igualdad los Estados —todo se traducía en fun­ción del poder y la fuerza—, su permanencia al día de hoy, frente mismo a las costas argentinas, habiéndose consumido sólo ante las Naciones Unidas más de 10 años en negociaciones diplomáticas, es una inquietante muestra de que no han sido extirpados los esquemas donde el poder y la fuerza siguen siendo una categoría vigente. Más que un desafío a la capacidad de la nación ofendida de mantener su tradición pacifista[167], el caso Malvinas viene a convocar a la Organización de las Naciones Unidas respecto de una situación ya definida que requiere decisiones finales eficaces y justas.

En enero de 1833, en tiempo de paz, sin aviso previo y por medio de la fuerza, la potencia europea desalojó a su contraparte en el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación de una porción de su territorio —Malvinas— para instalar en ellas  «un sistema permanente de colonización.[168]

El activo agente británico en Buenos Aires[169] nada había objetado en relación con el pleno goce de la jurisdicción por las Provincias Unidas —que ya habían legislado y efectivizado su control sobre Malvinas—, ni al reconocer al Estado ni al firmarse el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación violado en 1833 (estoppel). Las medidas administrativas ha­bían sido tan ostensibles que incluían desde la proclamación de Jewett, de universal repercusión, a los repartos de tierras y disposiciones para pro­teger la fauna marina.

Absolutamente sorpresiva y contraria a las prácticas vigentes entre las naciones civilizadas —si se percibe que sólo en 1829 una comunicación de Londres había hecho mención a ciertas pretensiones basadas en el descubrimiento y la subsecuente ocupación—, la invasión, motivada realmente en consideraciones de índole estratégica, de conveniencia comercial y militar y necesitada de comunicaciones oceánicas asegura­das, siguió de cerca al atentado perpetrado por la Lexington. De esta, anterior agresión y de la falta de defensas por carencias materiales del gobierno argentino, la reina de los mares se prevaleció y volvió a las Islas como a recuperar lo antes poseído. Mas su reinstalación está viciada de graves infracciones tanto al derecho como a los principios cardinales de racionalidad. Su regreso se produjo a un sitio de las Islas distinto del ocupado anteriormente, y ya no bastó apoderarse de la isla Saunders donde fundaran Port Egmont, fuera de las islas mayores. Su interés deri­vó en el apoderamiento no sólo de la Malvina Occidental —la más próxima al continente— sino, en definitiva, de todo el ámbito insular malvínico, en una proyección manu militari,[170] inadmisible.

Más aún, por sucesivos decretos del Consejo de la Corona de Su Majestad,[171] la expansión por vía burocrática, menos costosa, produjo la tentativa de apropiación de inmensas áreas de la plataforma submarina, llegando a comprender territorios del suelo continental argentino y aun de Chile (Cartas Patentes de 1908 afectaban Santa Cruz y Tierra del Fuego).

La población originaria no corrió mejor suerte. Pocos años después ni la lengua española tenía garantías para sobrevivir, y apenas si los esfuerzos del Rdo. Migone conservaron su culto entre una parte de sus feligreses.

Era el procesamiento de «un sistema permanente de colonización» a que refería con arrogancia la Corona, a través de lord Aberdeen, en la respuesta a la cuarta protesta argentina (véase pag. 58).

En consecuencia, es insoslayable el punto que concierne a la condición misma de los actuales habitantes de las Islas. Si bien la Asamblea General de las Naciones Unidas ha calificado y sancionado el ca­rácter colonial de la situación imperante en el archipiélago, caben al­gunas consideraciones explicativas que, a grandes rasgos, iluminen las particularidades que conforman y rodean el caso.

La organización internacional ha querido interdictar para siempre la instauración de nuevas situaciones coloniales así como terminar con las existentes. Para ello, entre otros arbitrios, ha determinado la imposibili­dad de recurrir a los plebiscitos capaces de conducir a resultados carentes de autenticidad en situaciones donde el establecimiento del régimen colonial ha sobrevenido como consecuencia de previos desmem­bramientos de una unidad nacional, o de resultas del ataque a la integri­dad territorial de un Estado. La comunidad de naciones ha repudiado al colonialismo y procurado impedir —como en el caso de las islas Malvinas— que pueda siquiera pretenderse cohonestar una conquista me­diante el sometimiento de sufragantes sumisos, puestos en la condición requerida por la potencia administradora a efectos de emitir una voluntad que le sea favorable. Es que cuando la permanencia en el terri­torio detentado resulta especialmente conveniente, no es dudoso que la metrópoli se avenga a conceder beneficios, ventajas, privilegios y aun exorbitancias de todo orden a los habitantes, si los métodos sistemáticos de intimidación, coacción moral o económica y de compulsión física no aseguran los resultados apetecidos.

Toda esa gama de medios, y otros que según las circunstancias se ha visto utilizar, han quedado en el índex de la Humanidad.

A esa temible serie de recursos debe agregarse el fraude electoral descarnado, las prácticas dilatorias y discriminatorias —que desconocen el valor del principio «un hombre un voto»— y el entorno mismo de un habitat preconformado hacia su permanencia a expensas no importa de qué derechos del hombre, ni de cuántos hombres. El «plebiscito colonial» amañado ha sido expuesto y rechazado.

Por ello, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas se expi­de como lo hizo en el caso Malvinas,[172] de hecho está liberando a la po­blación de las Islas de participar en. el mantenimiento de un sistema incompatible con los derechos del hombre, instalado sobre una tierra cuya pertenencia está cuestionada, en litigio, del cual no es posible ob­tener solución mediante el pronunciamiento de un cuerpo social que no ha sido sino objeto e instrumento del designio colonial.[173]

En efecto, el poder público, concentrado en manos del gobernador, con competencias ejecutivas, de administración y jurisdiccionales, somete a la población al régimen de la inmediatez y la acumulación de funciones, a la vez que aleja las eventuales garantías de los administrados.[174]

Un poder paralelo, mucho más incisivo, que domina todo cuanto el individuo procura ser o. alcanzar, que gravita en la economía, la política, lo social, en las aspiraciones y el futuro, se cierne omnipresente e irresistible: la Compañía.[175]

Esta potente entidad privada ejerce de hecho un cierto poder en las Islas, vinculado a su hegemonía económica —posee inmensas extensiones terri­toriales, domina el comercio, la importación, exportación, el mercado de trabajo y hasta el crédito—, que no caben dudas está en la raíz misma de las motivaciones y las actitudes políticas que insisten en mantener inde­finidamente tan lucrativo negocio privado.

En ese panorama, donde el rendimiento de las inversiones ocupa el lugar del interés real por el destino de la población,[176] es natural que los individuos experimenten, aún en medio de la desinformación y del es­trujamiento de su personalidad, la necesidad de manifestar su afección hacia un estadio del medio social regido por distintos valores.

Y aun cuando ello carezca de relevancia jurídica en él caso, es digna de ser recordada la representación hecha pública por el Comité de Emer­gencia de las Islas,[177] cuyo laconismo no está exento de las virtudes de to­do un alegato: «Los habitantes de las Islas Falkland no eligen su go­bierno, son gobernados por funcionarios nombrados y designados. No controlan su propia economía, ésta es controlada por un monopolio. No son dueños de la tierra en que habitan, ésta pertenece a propietarios ausentes de las Islas. . .»

Para intentar describir la profunda gravitación que en un régimen colonial tal puede tener un monopolio dominador denlas más importantes actividades desarrolladas en el territorio,[178] basta aproximarnos a algunos de los rubros vitales para la subsistencia y vida espiritual de los ha­bitantes. Imaginemos un pequeño grupo humano, cada vez más reduci­do,[179] radicado en un habitat inclemente que dicta duras condiciones para ceder el sustento a sus pobladores, siendo grande la dependencia del exterior para obtener aprovisionamientos indispensables, y decisivos los medios de comunicación y transporte para comercializar los productos. Para todo, la supeditación es total a los medios oficiales, o a su brazo cuasi feudal, la Compañía.[180]

La situación oligopólica, desde el punto de vista del ofrecimiento de oportunidades’ de trabajo se ha venido agravando a medida que la concentración de la tierra, con un criterio especial, parece constituirse en un fin en sí mismo,[181] siendo éste otro de los factores opresivos que, junto con la limitación de los derechos civiles y políticos,[182] inducen al éxodo.

La vida en las Islas, en un medio absolutamente «cercado» por la na­turaleza y las condiciones creadas a rigor de autoridad, carece hasta de las perspectivas de comunicación intelectual e ideológica con el resto del mundo, y sólo expresiones aisladas como las del Comité de Emergencia excepcionalmente alcanzan a ser explicitadas. El slogan de la Compañía «conservar las Falkland británicas» no es sino la versión publicable de la ambición de que sigan perteneciendo a la Compañía.

Bien puede decirse que las grandes entidades y los terratenientes due­ños de las grandes propiedades, han consolidado un sistema socialmente obsoleto y antijurídico, condenado por la comunidad de las naciones, merced a la decisiva influencia que han llegado a ejercer en los medios políticos. Sólo así puede explicarse que el Estado inglés se haya resignado a constituirse en mero gestor y socio perdidoso de tan insignificante minoría, como lo demuestran los acuerdos negociados para librarles de la pluriimposición internacional. Tales acuerdos han obligado seguramente a costosas y laboriosas tratativas y, sobre todo, a com­pensaciones recíprocas entre los Estados Partes. Sería quizá digno de ser conocido el cuantum de los tributos que el Reino Unido ha dejado de percibir por eximir de sus normas impositivas a los nacionales de Estados extranjeros como contribución al cumplimiento de tales tratados. Vale la pena observar que, si los beneficiarios ingleses son un reducido grupo, no lo es tanto el contingente de posibles contribuyentes nacionales de todos aquellos Estados a los que el Boletín ya citado hace referencia.

Como lo decía el manifiesto del Comité de Emergencia, los dueños de las tierras en las Islas no son habitantes —aunque han ideado medios para inducir a que esto se crea— y viven fuera del archipiélago, habiendo colonizado hasta la propia fuente del poder político en su país.[183]

Las comunicaciones, hasta la instalación de los servicios periódicos con los puertos continentales, estaban limitadas grandemente. Sin embargo, la presentación de la cuestión ante las Naciones Unidas trajo como consecuencia que se incentivaran una serie de modalidades de inter­cambio, facilidades de acceso entre las Islas y puertos argentinos, aerona­vegación, cargas, correspondencia, servicios telegráficos, otorgamiento de becas a estudiantes para ser usufructuadas en territorio continental argentino, y la instalación de servicios de complementación sanitaria, aeródromo, planta de almacenamiento de combustibles, de fomento al turismo, comercio, etcétera.

La mayoría de estos actos no reviste una especial significación respecto de la cuestión de derecho, puesto que han sido ejecutados en cum­plimiento del mandato de la Organización —Resolución 2065 (XX)—, de la Asamblea General a la que alude la Declaración Conjunta de ambos gobiernos interesados, de Io de julio de 1971.[184]

Como la Resolución misma lo determina, es preciso tener en cuenta los intereses de la población, y ellos vienen a resultar contemplados por la intervención de una Parte que, hasta entonces, no tenía ingerencia tan activa en esas funciones.

De todos modos, esta ampliación de los medios de contacto, comunicaciones e integración de la población con la sociabilidad exis­tente en el continente próximo, significa un acontecimiento congruente con una eventual reinstalación defacto y de jure pleno de la soberanía argentina, soberanía que —justo es consignarlo— nunca fue ejercida para instalar o mantener una situación colonial.

Esta condición de subordinación que se impone a un territorio[185] cuya población no accede al disfrute de los normales derechos de que son ti­tulares quienes ejercen el poder político desde la metrópolis va progresi­vamente desapareciendo en el mundo, y la cuestión Malvinas representa uno de sus últimos ejemplos. Sería lamentable que una solución definiti­va por las vías pacíficas no pudiera obtenerse a breve plazo ya que, como fue reconocido en el caso de «El Chamizal»,[186] si bien la relevancia jurí­dica de las protestas diplomáticas es suficiente como para interrumpir la prescripción[187] y «no pueda culparse a la República de México por recurrir a formas más suaves de protesta contenidas en su correspon­dencia diplomática. . .», no es dudoso que el transcurso del tiempo ponga de manifiesto que no obstante tales salvaguardias a los derechos su efectivización resulte hipotética, mientras no sobrevenga un pronunciamiento idóneo de la Organización internacional susceptible de ser ejecutado.[188]

La cuestión, pues, radica en el problema planteado acerca de un terri­torio sobre el que existen reivindicaciones concurrentes de soberanía, y donde una de las partes ha implantado un sistema permanente de colonización desde hace más de un siglo. Esta situación es la que ha de­terminado, por aplicación de la Resolución 1514 y siguientes de la Asamblea General, que este órgano haya aplicado la regla de la compe­tencia de su propia competencia, para abocarse a resolverlo, no obstante los cuestiónamientos formulados por el Reino Unido.[189]

La Asamblea entendió, como bien lo ha explicado y contribuido a implementar el doctor Carlos María Velázquez[190], glosado por Miaja de la Muela,[191] que su fuero de atracción se proyecta hacia el despeje defini­tivo de todas las situaciones coloniales. Se ha esclarecido suficientemente en el curso de los debates, y en los mismos textos dispositivos, cuál es la ratio y la télesis que han movido a la Humanidad entera para concertar la importante serie de decisiones emancipadoras. Ellas tienen por objetivo que todos los pueblos alcancen a disfrutar las condiciones mediante las cuales accedan á su libre determinación, ya consiguiendo la libertad como unidades autónomas, ya integrándose en el seno de la unidad esta­tal originaria.

En este último caso, la previa reincorporación al dominio legítimo de los territorios reinvidicados, no requiere del asentimiento de ninguna voluntad ajena al Estado que ejerce sus derechos de igualdad, integridad y legítima defensa de sus atributos. El texto del punto VI, en la Resolución 1514, es al efecto significativo, y lo dispuesto en la Resolución 2065, lo reafirma.

Una vez cumplidas las laboriosas etapas preliminares[192] y cuando aún se hallaba en gestación todo el cúmulo de resoluciones, recomendaciones, y actos de la Organización referentes al colonialismo como parte del proceso conducente «a su extirpación, ya se pudo apreciar la tónica conforme a la cuál el problema Malvinas habría de recibir solución.

Sin llegar a reconocer expresamente, como lo ha sostenido la Argentina, que este país era el titular de los derechos soberanos sobre las Islas —territorio ocupado, según la posición defendida en el ámbito hemisférico—,[193] la Asamblea General había aprobado in totum el pronunciamiento del Comité Especial ya en 1965.

Esto significó, en primer término, que existía una pretensión válida y actual de ambas Partes respecto del dominio de las Islas, es decir, que de­be descartarse toda posible prescripción de las reclamaciones.[194]

Al incluir en su programa, y al resolver acerca de un problema donde está denunciada una quiebra a la integridad territorial de un Estado por otro —que además ejerce sobre esa porción escindida una dominación colonial—, las Naciones Unidas han definido la naturaleza de la cuestión y fijado el ámbito de sus potestades. Otras Resoluciones, como la 1654, 1810, 2621, han enriquecido el corpus juris de la descolonización, con notables referencias implícitas a la cuestión Malvinas.[195]

Así es que puede considerarse como el aporte más significativo a la convivencia pacífica de los pueblos y al desarrollo progresivo del derecho internacional el hecho de que, en base al artículo 73 de la Carta de las Naciones Unidas, a la Resolución 1514 y las que le siguieron —par­ticularmente la 2621 (XXV) y en lo que hace al caso la 2065, de la Asamblea General— se haya extraído el crimen del colonialismo[196] del dominio doméstico, proyectándolo a la observancia y sanción de la comunidad de Estados organizada.

Ha cristalizado, pues, en una instrumentación idónea —cuyos resulta­dos están a la vista al cabo de quince años—, la natural tendencia a la limitación del concepto absoluto de la soberanía estatal, compatibilizándola con coordenadas más afines con el papel que el Hombre mismo ha pasado a desempeñar en el orden internacional.

Esta nueva situación implica el constreñimiento sobre ciertos poderes o aptitudes tradicionalmente reconocidos en forma omnímoda e irrestricta. El Estado ya no puede hacer más la guerra ofensiva, ni concertar vínculos que la comunidad internacional estima contrarios a sus intereses, ni si­quiera disciplinar cuestiones en que se hallen implicados otros miembros. Textos dispositivos le son impuestos aún sin su propia intervención[197]; una intensa normación de eficacia que no es discutida se elabora me­diante la intervención de delegados no oficiales y su trámite al poder legislativo le está impuesto a los gobiernos aunque no compartan su contenido.[198] Principios de jus cogens y la costumbre internacional se ciernen interdictando ciertos actos como derecho para cuya vigencia no se requiere haber prestado la adhesión[199]; el reconocimiento de la personalidad internacional del individuo y otras modalidades queridas intensamente por el concierto de los países, por las que se proclama el descenso de aquella suprema potestas, son hoy plenamente afirmadas.

Es por ello que el colonialismo, aun antes de que se lo definiera y tipi­ficara como crimen internacional, había sido materia de contienda a dirimirse en el foro de las naciones, cuya organización, superando etapas, ha podido vertebrarse más eficientemente que su predecesora para tratar y solventar expeditivamente este azote del género humano.

He aquí algunas de las razones por las cuales el Reino Unido ha sido desposeído de la capacidad jurídica de introducir, en lo que atañe a la regulación de la relación colonial, ningún ingrediente que contradiga, se oponga o desvirtúe el texto o el espíritu de las decisiones de la Asamblea General que sobre la cuestión Malvinas le conciernen.[200] Tampoco po­dría, sin infringir tales decisiones, disponer o promover cualquier estado de cosas en oposición a la definición y los propósitos tenidos en consi­deración por aquel órgano, como lo sería, sin duda, una hipotética tenta­tiva de acordar, auspiciar o tolerar la independencia. Se trata de un conflicto de soberanías y como tal debe resolverse, en beneficio de una u otra parte. La circunstancia de que una de ellas está cometiendo una infracción al derecho internacional como lo expresa la Resolución 2621 no puede sino señalar una debilidad de su posición; y menos habilitarla a realizar actos que quebrantarían la economía sustantiva del caso, en perjuicio de la parte contraria.

Al referirse a la existencia de una situación colonial, y afirmar que se encontraba ante una disputa por razón de la soberanía sobre el ar­chipiélago, la Asamblea General decidió una definición sobre hechos objetivos. Pero al señalar expresamente que habrían de tenerse en cuenta los intereses de la población —es decir, el conjunto de-aspiraciones y derechos de contenido económico social— pero no así los deseos —que podrían materializarse en una manifestación de carácter político—, dio, de manera que no nos parece dudosa, la pauta indicativa a la decisión final.

Y bien podía ella hacerlo, puesto que, como se ha visto, se ha produci­do la «internacionalización del derecho del Estado».[201] No corresponde, en consecuencia, insistir ni ofrecer resistencia acerca de puntos definidos muy precisamente en la Resolución 2065, como lo es el que concierne al pape! asignado a la cada vez más menguada población de las Islas. La Organización se ha reservado una función tuitiva, de orden internacional en lo que atañe a sus derechos, y la solución al problema planteado por el territorio contemplará sus intereses, sin perjuicio de que la entidad esta­tal a cuya pertenencia se incorporen en definitiva, les asegurare un status completo de derechos humanos libre del estigma del colonialismo.

No está de más insistir sobre la importancia que estas situaciones re­visten para la paz y seguridad internacionales, como ha sido entendido y explicitado en los instrumentos básicos, así como en aquellos más par­ticularizados en ei proceso de emancipación de los pueblos y territorios coloniales. El mismo Reino Unido, por su calidad de titular de una consi­derable cantidad de colonias diseminadas por el mundo entero, representa el mejor ejemplo de Estado incurso en actos susceptibles de

sanción por el Organismo mundial, en razón de la inobservancia a decisiones basadas en principios bien afirmados, así como sujeto pasivo de la ingerencia interracional en asuntos considerados por el gobierno británico como de su dominio doméstico.[202]

Mal puede entonces oponer ante la Argentina en sus negociaciones, impuestas por Resolución de la Asamblea General, ni ante este Cuerpo, la pretendida necesidad de atender a los deseos políticos de unos habi­tantes a los cuales el Reino Unido mantiene en condiciones de inferiori­dad política (capitis diminutió) y atraso social.

La comunidad mundial organizada ha llegado a intervenir en la esfera constitucional interna, reclamando, como en el caso de Rhodesia, no sólo que se impidiera una declaración unilateral de independencia por parte del régimen minoritario, sino para que se adoptaran medidas tendientes a instaurar un nuevo orden constitucional.[203]

Así la imputación contenida en la Resolución 2621 reviste tal entidad, que el Estado incriminado en ella por hallarse incurso en el crimen in­ternacional del colonialismo, deviene inhábil para plantear pretensiones respecto de los territorios afectados. Se halla ligado por la obligación de poner fin lo más rápidamente posible a su permanencia en ellos, y cuando los órganos competentes han adoptado resoluciones que hayan de cumplirse, debe hacerlo de buena fe, íntegramente. La experiencia que

ofrece el caso planteado por la presencia ilegal de Sudáfrica en Namibia (África Sud Occidental) es preciosa y no debe ser olvidada.

El colonialismo comporta aun la caducidad de cualquier título jurí­dico. Es una degeneración criminal de la actividad etática, un crimen, un delito que mantiene al Estado que lo comete continuadamente en deuda con la Humanidad. Él debe todo lo que ha maculado mediante ese régimen, y nada tiene que reclamar sobre lo estatuido una vez que la si­tuación colonial ha sido probada y declarada. La conducta punible arrastra una disminución de los poderes públicos, de manera que la Corte Internacional de Justicia ha podido negar que Sudáfrica pueda váli­damente formular reclamaciones tendientes a instalar el procedimiento de consulta a la población. Tras señalar la obligación de todos los Esta­dos en relación con las sanciones a derivarse por la ilegal permanencia del poder sudafricano en Namibia, la Corte precisaba que existía además una responsabilidad emergente del ejercicio de autoridad sobre ese terri­torio.

Así ha quedado también interdictado el libre albedrío del gobierno del Reino Unido para cambiar aspectos de la situación[204], o evadir el cumplimiento de los términos de la Resolución 2065, reiterada enérgi­camente a tenor de lo dispuesto en 1966 y diciembre de 1973 por Resolución 3160, la que urge en párrafos severos a solucionar el pro­blema del territorio sobre el que había recaído aquella citada Resolución 2065.

No es legítimo, entonces, ni conveniente para la consecución de los objetivos procurados por dichas resoluciones, el interferir con una cierta voluntad política de los habitantes, cuya condición de dependencia al po­der público y al poder económico de entidades que tienen por qué estarle subordinadas y agradecidas, es bien notoria. Esas entidades o compañías han sido beneficiarías y naturalmente apoyo y función del régimen colonial: en cierto modo lo han determinado y especulan con su duración indefinida o, al menos, con su permanencia en términos limitados. Pero las Naciones Unidas, comprendiéndolo así, han avanzado en el proceso de aniquilamiento de todos los puntos que han sido sostén del colonialismo, incluyendo las «consultas», viciadas ab initio, y tan precisamente definidas como «plebiscito colonial».

La Resolución 2621 (XXV), de 12 de octubre de 1970, al volver sobre el problema, ratificó con su enérgica fraseología sancionatoria una severa condena no sólo al crimen del colonialismo[205], sino también a las entida­des y los grupos de intereses usufructuarios de su mantenimiento. En su numeral IV contiene la apreciación de una realidad inadmisible para la humanidad, a la vez que las concretas recomendaciones a propósito de su extirpación definitiva, como necesidad perentoria por razones jurídicas, humanitarias y políticas de la sociedad internacional.

Este texto, preñado de imperatividad y amargura, insta, en una tenta­tiva suprema, a que los Estados incursos en el crimen colonial no persistan en desafiar y quebrantar los principios de la Organización mundial y del derecho internacional. Y aunque está dirigido a encartar y disciplinar la generalidad de los casos comprendidos en la subordinación colonialista, aquél configura hasta en detalle una situación en la cual al crimen del colonialismo se agrega el riesgo de que sea comprobada una conquista territorial violenta y violatoria de tratados de amistad y alianza. Resultan, pues, sus términos muy a propósito para confirmar, además, la desafección que promueven las circunstancias en las cuales la retención del dominio territorial frente a reivindicaciones fundadas se escuda en afirmaciones tautológicas,[206] en la mera posesión material de la región cuestionada, y en exhortaciones a los Estados afectados para que acepten todo con «patience and flexibility».[207]

Hubo, sin embargo, momentos en que se pudo considerar sólidamente fundadas las esperanzas de que la cuestión llegaría a definirse por la vía de negociaciones entre las Partes, como estaba previsto en la Resolución 2065. Aunque reservadas, las tratativas llegaron a permitir avizorar una perspectiva razonable de operar un desplazamiento de soberanía,[208] estudiándose particularmente la situación de los isleños.

El gobierno de Buenos Aires implemento, sobre la base de la po­blación, una serie de medidas tendientes a mitigar su aislamiento, promover su condición humana a través de recursos técnicos, contem­plando sus intereses y produciendo cambios que la Organización agra­deció.[209] Ese esfuerzo, aunque conveniente a efectos de posibilitar una eventual integración sociopolítica uña vez que fuera concedido que el territorio debe pertenecer a la República Argentina, no se ha visto correspondido por un avance similar en la cuestión que tiene que ver con las negociaciones sobre el problema de soberanía. De hecho, y hasta el momento, el Reino Unido ha estado beneficiándose de una notable me­jora en las condiciones de vida de la población que se encuentra bajo su administración, lograda a expensas del aporte exclusivo del Estado que reivindica el territorio donde aquél está instalado.[210] Y aunque la Argentina sienta esto como un deber para con esa parte cautiva de su ámbito territorial y humano, es preciso que se produzca una definición explícita. Ella es tanto más necesaria cuando están de por medio la paz y seguridad internacionales y además, debe decirse, el prestigio mismo de los órganos responsables de liquidar definitivamente al colonialismo. Hoy por hoy, hasta las mismas fuerzas encargadas de forzar el mantenimiento de la dominación colonial, declinan espontáneamente continuar esa reprobable empresa,[211] y el gobierno de Portugal parece avenirse de buen grado al designio universal.

Son mesuradas, entonces, dadas las circunstancias, las expresiones contenidas en el discurso pronunciado en 1973 por el Ministro Vignes[212] al señalar: «. . .resulta paradójico que el gobierno del Reino Unido, luego de haber mantenido una actitud crítica[213] para con la Resolución 1514 (XV) que significó la culminación del proceso de liquidación del co­lonialismo, quiera invocarla ahora fragmentaria e intencionadamente[214] nada menos que para convalidar uno de los tantos episodios de expansión colonial protagonizados por ese país».

El representante británico, M. K. D. Jamieson, en esa misma instancia, todavía en 1973, ironizaba acerca de lo que él llamaba nueva doctrina que impedía e impide aplicar el principio de la libre determinación[215] donde existan reclamaciones territoriales. Prescindía de considerar no sólo la seriedad de la reivindicación pendiente, y el origen mismo del po­der ejercido en infracción a tratados libremente consentidos, sino también la existencia del régimen colonial instituido[216] y los reiterados pronunciamientos de la abrumadora mayoría de las naciones en el ór­gano competente, señalando la relevancia del principio de la integridad territorial y la improcedencia de la consulta a la opinión de habitantes subordinados al crimen del colonialismo.

En el ámbito hemisférico una importante elaboración diplomática y doctrinaria se había expresado a través de importantes decisiones que sancionaban al colonialismo en forma casi unánime. Tales muestras de lo que puede llamarse el derecho americano habían consagrado una severa actitud sancionatoria, fundada en lo que ya preconfiguraba une cos­tumbre internacional rápidamente afirmada.

Esa costumbre, identificada con el rechazo a la política, y la dominación coloniales, se impone como derecho internacional consue­tudinario a aquellos Estados que no participaron en su forja, y aun a los que no adhirieren y cuyas leyes se oponen a ella.[217] Es que entre los principios generales de derecho internacional, la pretensión del ejercicio irrestricto del poder etático contra la normación y las resoluciones del concierto mundial,- no tiene cabida, y, como ha dicho Borchard,[218] el hecho de que se avengan a cumplir la juridicidad imperante a la que están obligados, no se debe a que consientan en ello sino a que no pueden evitarlo.

Y en los casos en que por contumacia y rebeldía ante las decisiones de la Asamblea General ha sido necesario recurrir a medidas eficaces para reprimir la expansión o el mantenimiento del crimen colonial, el conjunto de órganos principales de la Organización mundial del que dimana esa fuerte irradiación de imputaciones de culpabilidad y res­ponsabilidad internacionales, ha asumido la función de juez y gendarme comenzando a garantizar la eficacia del orden jurídico aceptado como válido universalmente.

El concierto americano, apenas asomado a la vida, había también fija­do su interés en cuestiones que iban más allá de los objetivos de sus iniciadores y vislumbrado que estas cuestiones vitales no podían ser extrañas a los propósitos de una organización —por embrionaria que fuera— al ser evidente que sus miembros eran entidades estatales vul­nerables, objeto frecuente de las acometidas de las grandes potencias de la época.[219] Así se afilió, reafirmándolo, al principio de que la conquista no da derechos;[220] a la doctrina de la defensa jurídica de los territorios ocupados:[221] a la legitimación del Estado americano reivindicante para representar los territorios bajo dominación extranjera.[222]

En el presente caso, el Estado administrador ha resignado documentalmente hasta lo que se suponía era básico en su apoyatura. Así lo prueba el documento R (DFS) 414Ó/66 Sp. Clasificación 11.3 de mayo de 1966, editado por la Central Office of Informations de Londres y que por primera vez damos a conocer. Allí se demuestra que no fueron ingleses los descubridores ni los primeros colonizadores de las Islas Mal­vinas.

CAPÍTULO VII

TESIS BRITÁNICA: SU DIPLOMACIA, SUS APOLOGISTAS

«Estos derechos, fundados en el primer descubrimiento y subsiguiente ocupación de dichas islas. . .»[223]

Un espinoso camino espera a quien haya de procurar los fundamentos de derecho que hacen a la posición británica.

Es evidente que el Reino Unido ejerce un despliegue manifiesto, os­tensible, de soberanía material sobre las Islas. Sus autoridades y los agentes de la F.I.C. administran y dirigen la vida de sus pobladores, las cuestiones de legislación y relaciones internacionales más amplia e in­tensamente que ningún otro Estado en el mundo.

Puede considerarse que esta situación se ha mantenido en forma continua por más de un siglo, con las salvedades que comporta el hecho de que en ciertos aspectos relativos a derechos e intereses de la población la República Argentina haya venido legislando y poniendo en vigor el ejercicio de una cosoberanía de jure y de facto,[224] y la circunstancia se­ñalada por la Enciclopedia Británica[225] a propósito del vacío de control y de establecimientos en la mitad del archipiélago, que continuaba muchos años después de 1833.

Si hubiere de dictaminarse en base a la opinión de Sir Arnold Hodson, para quien, según el relato de Migone —que no fue contradicho—- «la posesión constituye las nueve décimas partes del derecho», no sería dudoso que, tal como se presentan los hechos y haciendo abstracción de cualesquiera otras consideraciones, el Reino Unido podría presentar un caso prácticamente resuelto a su favor. Recuérdese que a pesar de tra­tarse el establecimiento único, inicial, de una plaza aislada —Port Egmont— la cual, abandonada luego dio motivo, no obstante, a su in­vocación como antecedente una vez reinstalados los ingleses en 1833, ocurre que a partir de esta fecha se produce una lenta pero progresiva implementación de medidas tendientes al total apoderamiento de las Islas. A esos efectos puede considerarse, siguiendo a la Encyclopedia Britannica, que en 1870 ya se había producido el aposentamiento y la distri­bución de tierras[226] como en una regular y definitiva continuidad de secuencias expresivas del ejercicio de autoridad, con validez y eficacia domésticas indudables.

El archipiélago fue integrado como colonia en la categorización oficial, y llegada la época de las decisiones emanadas de la ONU, en pleno decenio de la descolonización, el Reino Unido comenzó a elevar los in­formes que correspondían a esa condición.

Las protestas argentinas, elevadas al gobierno inglés, al foro hemis­férico y a las organizaciones internacionales, no han impedido el des­pliegue de una presencia persistente que, a juzgar por su exteriorización, se corresponde con lo que podría esperarse si dicho gobierno fuera el ti­tular de la soberanía.

¿Es entonces pasible de interferencias esta dominación sobre las Islas, a la que los desarrollos progresivos del derecho internacional han tipi­ficado como crimen? ¿Lo es sólo por esta connotación de ilicitud ante la sociedad de Estados o existen motivaciones válidas con base en causas de otro orden, como lo serían las objeciones provenientes de la reivin­dicación argentina?

Procurando despejar esa incógnita a partir de la confrontación entre los gobiernos de Londres y de Buenos Aires —y postergando la consi­deración del enfoque relativo a la situación colonial— cabe señalar que a esa más que centenaria administración británica de las islas Malvinas pueden, sintéticamente, imputársele una serie de debilidades en su apoyo de legitimidad que tornan sumamente difícil continuar sosteniéndola.

En efecto, como se recordará, ha quedado vedado en absoluto el reinci­dir en la alegación del descubrimiento por parte de navegantes ingleses, de islas de sobra conocidas y descubiertas muchos años antes de que Davies y Hawkins nacieran. No fue culpa de España si ellos no conocían la cartografía de la época sobre regiones que habían quedado interdicta­das por los instrumentos del pontífice máximo a todo otro imperio que no fuera el de los reyes católicos.

Aun si ese descubrimiento hubiera sido llevado a cabo por aquellos navegantes,,y admitiendo que haya tenido lugar en zonas no reservadas a Estado alguno, la juridicidad vigente entonces importaba ya que tal descubrimiento «debía ser seguido de cerca»[227] por actos materiales concretos de posesión, para que aquel título apenas embrionario (inchoate tittle) asumiera una real importancia, haciéndose oponible, por estar revestido de la validez y eficacia que el derecho consuetudinario habría de consentir en reconocerle. Pero ni existió a continuación un acto de posesión (trascurrieron más de ciento setenta años entre el alegado descubrimiento y la aparición del primer aposentamiento inglés en la isla Saunders, en 1766), ni a tal acontecimiento puede considerársele ocupación en el sentido técnico, hábil para adquirir soberanía. Además, como se ha dicho[228] —y es justo reiterarlo—, la instalación británica ocurri­da en 1766 aparece cargada de tachas que la vuelven vulnerable hasta la saciedad[229]. Sólo reúne caracteres negativos: fue ilícita, por ser violatoria de los tratados vigentes; fue clandestina, esto es, mantenida oculta hasta el momento en que los españoles llegaron a comprobarla; fue tardía, porque sobrevino después de la ocupación efectuada por los franceses, quienes para ajustarse a derecho la cedieron a España; fue contestada, porque España le opuso resistencia y finalmente una reserva explícita: fue parcial, porque se redujo a Port Egmont y mientras tanto España poseía Puerto Soledad y todo el archipiélago; fue brevísima porque sólo duró ocho años; fue precaria, puesto que desde 1774 permaneció abandonada. La pretextada exploración científica bajo cuyo manto se trató en 1749 de acercarse a las Islas —que la corona española rechazara—, tiñe con rastros indelebles la tentativa del engaño y del fraude más tarde consumados.

Si esto puede afirmarse respecto de aquella instalación ha de verse —aunque sólo sea a través de uno de los rubros que integran la enumeración efectuada— la magnitud que desde el punto de vista del derecho internacional alcanzó a configurar, como extralimitación, lo que se ha denominado escuetamente «ilicitud por violación de los tratados».[230]

Apreciada la situación conforme al principio de la intemporalidad, no es dudoso que los principios vertebrales de la buena fe en el cum­plimiento de los compromisos adquiridos, y la obligación de satisfacerlos integralmente —pacta sunt servando—, rigieran en 1766 las relaciones internacionales. A esta normación quedaban, pues, sujetos los Estados que como España e Inglaterra habían concertado, en vista de la conservación y defensa de la integridad del imperio de los reyes católicos, todos aquellos tratados que desde fines del siglo XVII se sucedían, generalmente como expresión de las responsabilidades que cada parte estaba dispuesta a asumir según el momento político. No debe sorprender la continuidad en las protestas de asegurar aquel propósito mencionado, si su violación, por razones de conveniencias nacionales, estaba a la vuelta de los acontecimientos.

Sería un intento temerario negar que, vigentes los instrumentos emanados del pontificado^ los principios básicos del derecho inter­nacional y los tratados regularmente concertados,[231] haya existido, como existió, al introducirse Inglaterra en el archipiélago malvínico en 1766, por primera vez, una infracción a cuanto podría ser infringido en el corpus juris gentium: el derecho internacional imperativo, convencional y consuetudinario. Ahí se inscriben todos aquellos actos de admisión, consentimiento y aquiescencia ante la soberanía española que se suce­dieron desde antes aún de la aceptación por lord Rochford de las reservas explícitas interpuestas por el gobierno de Madrid, y que incluyen acontecimientos tan elocuentes como la autorización solicitada por Londres para explorar; el retiro voluntario de las Islas mientras España permanecía gobernando en ellas; el abandono total del archipiélago por casi sesenta años; el reconocimiento de exclusiva legitimación argentina a exponer títulos de soberanía en ocasión del conflicto diplomático mantenido con los Estados Unidos; la inviabilidad jurídica de sujetar a leyes penales británicas las infracciones cometidas en Malvinas —como ha quedado demostrado de resultas de la impunidad o exoneración del gaucho Rivero y sus compañeros— y por otros actos y opiniones contestes emanados de fuente británica.

Cabe pues el interrogante acerca de si, a la luz de tales comprobaciones que encartan en el orden internacional,[232] podría extraerse alguna sustancia de derecho favorable a la tesis británica que, según se afirma, con­suma su aposentamiento violento de 1833 dando por supuesto un título anterior a la posesión de las Islas.[233]

Lamentablemente esta incursión ocurre, por lo demás, cuando ha vuelto a ligarse un nuevo vínculo tan decisivo como la convención de San Lorenzo (Nootka Sound) de 1790, que sobreviene cuando ia única presencia en las Islas es la de España, y justamente para reconocerla nuevamente como única válida.[234] En efecto, dicho tratado, consagrando la apertura —exclusivamente a los fines de la navegación— de los mares del Sur para los inglesases, afirmaba más aún las posesiones de España, garantizando el statu quo que en lo que respecta a Malvinas es bien conocido. E implícitamente reconocía que los ingleses nunca pudieron navegar en esas regiones salvo concesión expresa— y menos aún de­ducir derechos de las infracciones al mencionado estatuto prohibitorio que ellos mismos habían consentido tantas veces en acatar.[235]

No obstante lo cual, la posición británica cuenta con defensores e inspiradores tan conspicuos tonto, el distinguido Profesor de Idioma Español, de la Universidad de Bristol, Mr. J.C.J. Metford. El notable mérito patriótico que lo impulsa cuando se explaya sobre el tema en International Ajffairs (julio de 1968) no alcanza a disimular las in­consecuencias en que necesariamente debe caer al intentar el ensamble de una exposición en respaldo de Londres. Basta señalar que el ilustre profesor, en una misma página imputa a España la pérdida de sus derechos a causa del retiro de tropas efectuado en 1811,[236] asignándole a las Islas el carácter de res nullius, condición que habrían mantenido por casi diez años —es decir, hasta la integración material operada por los actos realizados por el Comandante Jewett, en 1820— a la vez que reconoce el hecho de que las Cortes de Cádiz habían decidido reocuparlas tan pronto como fuera   propicio[237] Asigna a dos actos similares una trascendencia diferente aplicando una escala de valores manifiestamente tendenciosa; es decir, existió el abandono inglés de 1774, realizado ante la presencia de España y cuyas supuestas motivaciones de economía y alegaciones de derechos soberanos no constaron en ningún instrumento, a pesar de que previamente se había concertado el acto diplomático de 1771, en el cual España sí dejó su reserva. Ese abandono fue total y durante casi sesenta años Inglaterra no cuidó del destino de las Islas. Para el profesor Metford este abandono no produjo a su país ninguna afectación de sus posibles derechos. En cambio afectó, según su singular criterio, a España y sus sucesores, para hacerles perder los suyos, cuando por reales motivos de fuerza mayor —como lo eran los acon­tecimientos de la emancipación americana— éstos cesaron de realizar actos Ostensibles en un lejano ámbito isleño, sin que nadie los apremiara a dejar las Islas ni permaneciera en ellas, por casi diez años, y dejando públicamente fijado —tan públicamente que el mismo teórico inglés lo recoge— cuál era la titularidad de la soberanía, y la intención de re­tenerla.

Pero además, si Inglaterra sostiene que sus derechos son anteriores a 1833, ¿cómo es posible concebir que sus mismos abogados definan a las Islas como res nulliusái producirse la breve evacuación de 1811, que no interrumpió ni hizo caducar la validez de los títulos de España y sus sucesores? Si las Islas llegaron a ser res nullius en 1811 y dejaron de serlo en 1820 (Jewett), ello significa que el Reino Unido denuncia su propia carencia de derechos a esa fecha, y que su aposentamiento violento de 1833 requiere otra justificación,[238] además de que la nota elevada al go­bierno de Buenos Aires en 1829 no tenía razón de ser y constituía una desnuda falsificación argumental impuesta por las circunstancias[239]. Lo que sucede es que en aras de las conveniencias nacionales se ha con­fundido el plano de las directivas políticas —teñidas de utilitarismo, pero legítimas en tanto procuraban evitar compromisos sobre probabilidades eventuales—, con el plano de estos compromisos ya consumados que impiden a la voluntad unilateral manifestarse válidamente, por haberse instalado en la arena del derecho de las naciones (véanse Nicolson, pág. 117, y Renouvin, t. II, vol. I, pág. 67).

Antes de que se produjera su instalación de hecho en la isla Saunders y cuando los ingleses venían de solicitar autorización a España para visitar el archipiélago, se pretendió sustraer una inmensa porción del imperio hispánico a sus dueños mediante un material cartográfico acomodado ex profeso al interés nacional. Leslie Crawford documenta en El Uruguay Atlanticense (pág. 36), que ya en 1753 el Parlamento de Londres había aprobado un mapa en el que aparecían las Malvinas, la Patagonia y Tierra del Fuego, ¡adscriptas a la soberanía de S.M. Británica!!!

Requiere también una justificación el olvido en que incurre Mr. Metford respecto de todos los tratados que convirtieron al caso en una materia perfectamente reglada por convenciones, que un opinante de su jerarquía no debiera prescindir de mencionar al abocarse con seriedad a su tratamiento. Esto estaba impuesto, para hacerlo aunque sólo fuera a título informativo, ya que no ha omitido, en cambio, recoger la versión errónea e interesada que alude a la entrega efectuada por Francia del establecimiento fundado por Bougainville. Está tan clara y comprometi­da por tratados y estoppel la posición británica’en su obligación de respe­tar las posesiones de España y sus sucesores en la América meridional, como están documentados oficialmente —hasta con conocimiento de la propia Corte de Saint James— la naturaleza indemnizatoria w el carácter voluntario de las expensas abonadas a Bougainville como reparación de gastos por la ocupación que efectuara, primera en el tiempo y que él mismo calificara de instrusiva.

Cuando el profesor de Bristol considera que las Islas habían devenido res nullius a partir de 1811, acepta que sólo lo fueron hasta los actos posesorios oficiales del Comandante Jewett, pero no alcanza a explicar la confusión a la que el posterior desconocimiento del valor de dichos actos induce. Parecería, según estos peregrinos pensamientos que de acuerdo a cuál fuera el gestor de los acontecimientos así habrían de resultar las consecuencias, y entonces Inglaterra tendría la facultad de constituirse en posesora y mantener esa calidad por medios simbólicos —aun cuando éstos hubieran desaparecido—, mientras las demás naciones carecerían de aptitud jurídica para lo mismo. . . cuando real, continua y públicamente lo hicieran sobre suelo propio.

Es posible, entonces, comprender que sobre tales bases se concluya en que «el reclamo argentino está fundado en la emoción y en un fervor irre­dentista recurrente».[240]

Sin embargo, no debe descartarse que, mediante tal interpretación de aquella situación de 1820, se procure en realidad convalidar, como si fuera análoga, la configurada en 1833, al querer sostener que el ataque de la Lexington dejó a las Islas libres de todo dominio. Esto no merece más comentarios.[241] Vattel mismo ha dicho que los que acuden a las armas sin necesidad son plagas del género humano, enemigos de 3a sociedad, y rebeldes a las leyes de la   naturaleza (II, cap. 18. par. 354).

Esta opinión, que alude a la emoción, a lo instintivo e inclusive a la demagogia; que propone la posibilidad de que los argumentos geológicos en el caso sean más favorables a Sudáfrica que a la Argentina; que plantea como cuestión fundamental algo que las Naciones Unidas han desechado, como lo es el papel que habrían de desempeñar los pobla­dores en la decisión del caso; que como se ha visto prefiere soslayar, ignorándolos totalmente, nada menos que tratados internacionales sucesivos —de los cuales resulta que es precisamente el Reino Unido el único Estado en el mundo[242] que carece de legitimación para presentar una pretensión sobre las islas—, esta opinión es, como decíamos al principio, expresión e inspiración de lo que la tesitura inglesa ha sido hasta el presente.

Lamentablemente, no podemos decir sobre su futuro nada que coinci­da con sus aspiraciones. Conservar las Islas sobre la base de una apoya­tura de derecho es inaccesible. Lo era ya hace muchos años, pero el derecho de la descolonización[243] lo ha convertido hoy en una empresa temeraria. El colonialismo es un crimen que, al atentar contra los derechos humanos, lo hace también contra la paz y seguridad inter­nacionales. Este debe desaparecer. Y bastará que esto se cumpla para que, en cuanto a Malvinas refiere, éstas cambien de mano, por ínfimo que fuera el peso de los argumentos del gobierno de Buenos Aires. La contigüidad geológica sería, por sí sola, un excelente fundamento.[244]

Seguramente, como ya adelanta Mr. Metford al contradecirlo, hubo de acudir a Wegener para ello, aunque siguiendo la tónica que audaz­mente le ha hecho propugnar de lo mayor a lo menor. En la especie tratando de justificar posibles expectativas de Sudáfrica a través pre­cisamente de la lejanía impuesta por los desplazamientos continentales ocurridos en otras eras geológicas. . .[245]

La creatividad en la materia, como se advierte, es digna de producir admiración aunque no induzca a respeto, especialmente si va matizada con la apelación al recurso de una «contradeclaración» de lord Rochford que como está demostrado, no tuvo existencia real[246]. A la vez, con so­berbia y desprecio se designan como «ambiguas marcas sobre mapas y cartas para ingenuos ejercicios escolares» los precisos y positivos registros documéntanos y cartográficos de la existencia y del descubrimiento de la posición y conformación del archipiélago desde mucho antes que los ingleses lo avistaran.

Visto lo cual, es necesario reflexionar acerca de si la confrontación con posiciones como la de Mr. Metford conduce realmente a un punto desde e! qac pueda obtenerse una concesión al derecho por aquella parte que no es asistida por él. La consulta a los antecedentes históricos, pragma­tismo político, imperialismo colonial —constante tan porfiada como los hechos mismos a que ha dado lugar—, nos lleva a concluir que, aunque indirecto, el efecto ha de resultar positivo. Más por la oportuni­dad de afirmar la convicción —en este caso argentina— de unos derechos, y especialmente ante el foro constituido por el resto del mundo, que por la ilusoria perspectiva que representa su posible admisión por el Reino Unido.

Es posible predecir[247] la conducta reticente, persistente en dilatorias, del gobierno británico. Bien interpretada, ella representa, al menos, una realidad que continúa la línea de ciertas expresiones menos discretas que en otras épocas caracterizaron una política de poder e imperialismo, llevada hasta sus últimos extremos por la libra y el cañón.[248]

En estas circunstancias, requiere observación atenta el estudio ten­diente a detectar el comportamiento futuro del Foreign Office, tanto como las perspectivas que ofrece el momento político en el seno de la comunidad internacional organizada para alcanzar resultados que de­bieran ser, a breve plazo, definitivos.

Pero al margen de tales especulaciones, ha de coincidirse en el elogio a la oportunidad y cautela con que Londres ha adoptado medidas concre­tas, tomando recaudos que procuraran conjurar males mayores que la pérdida del imperium sobre las Malvinas. En efecto, afirmado como está que estas islas constituyen el polo geopolítico de un conjunto de «dependencias» integrado por los otros archipiélagos del Atlántico Sur reclamados por la República Argentina,[249] y existiendo actos por los cuales la Corona de S.M. Británica decretaba expresamente su reconocimiento como ocurrió en 1908, se ha modificado tal situación, anticipándose al seguro efecto de arrastre que produciría una declaración de las Naciones Unidas acerca de su presencia ilegal en Malvinas. Así es que «los territorios situados al sur de la latitud 60° Sur que antes forma­ban parte de las Dependencias de las Islas Falkland. . . se constituyeron como colonia separada el 3 de marzo de 1962 con el nombre de Territorio Antártico Británico. . .»[250]

El olvido y —le que es peor— la infracción a los tratados por los que se estipulaban garantías expresas a la incolumidad de los territorios americanos de España y sus sucesores para siempre, especialmente respecto de Inglaterra, torna estéril ab initio la aspiración que pudiera tenerse de encontrar ajustada a derecho la presencia europea en Mal­vinas. Ni el tiempo, ni la particular convicción del gobierno de Londres sobre sus títulos, ni siquiera la opinión de los pobladores —irrelevante, como se ha visto, no sólo porque las Naciones Unidas lo han determinado así reiteradamente, sino por razones de derecho internacional general[251], pueden cambiar los términos que ya estaban fijados al producirse el episodio de 1833.

El mantener una ocupación cuando no se tiene el derecho de poseer, implica, como lo señala Verdross, exponerse a confrontar la efectividad con la legitimidad de su origen. La ilicitud es un límite infranqueable para aquélla. Y como constantemente el desarrollo progresivo del derecho internacional enfatiza sobre la importancia que las cuestiones económicas y sociales asumen en el ámbito de la juridicidad inter­nacional, una ocupación ilegítima produce, además, la violación de normas tales como las contenidas en el artículo 25 del Pacto de Derechos Humanos económicos, sociales y culturales,[252] y en las Resoluciones 523 (VI), 626 (VII) y 1803 (VIII) de la Asamblea general sobre el derecho de los pueblos al disfrute de sus recursos naturales.

CAPÍTULO VIII

RECLAMACIÓN ARGENTINA Y UNA NUEVA

CONCEPCIÓN: LOS DERECHOS ENCARTADOS EN LA

CO-SOBERANÍA, EN EL ES­TOPPEL, EN LA DESCOLONIZACIÓN

La regular sucesión operada a favor del gobierno de Buenos Aires está fuera de todo cuestionamiento en cuanto atañe a los derechos trasmitidos por efecto de la emancipación del poder español -—reconocidos por el mundo entero, con Inglaterra entre los primeros Estados que lo hicieron—, así como la autenticidad y eficacia internacional de los actos de aquella autoridad, desde que ella comenzó a representar a todos los territorios que habían conformado al ex virreynato del Río de la Plata.[253]

En cuanto al valor de sus protestas, no podría ser puesto en tela de juicio, ni ser razonablemente contestado ya que, aun habiéndose emitido la Resolución N° 2065 en un ámbito no eminentemente jurídico, ella implica el aval incontrastable que expresa la opinio juris de la comunidad internacional. Está comprobada y definida la existencia actual de un conflicto de soberanía. De ello no cabe duda.

Esas protestas reúnen prácticamente todas las características que bastarían para configurar el desiderátum en la materia que mantuviera contestada, y—en consecuencia, por ese solo motivo—en la indefinición jurídica, la dominación con aspiraciones de soberanía del Reino Unido sobre las Islas Malvinas.

Planteadas tan pronto se produjo la invasión de 1833, han sido rei­teradas con energía y fundadas seriamente durante el curso del siglo pasado y hasta el presente, habiéndose cuidado hasta la salvaguardia de su imprescriptibilidad, como se ha dejado constancia en la protesta del doctor Moreno del 10 de marzo de 1840,[254] y ampliándose el escenario al que fueron proyectadas por medio de notas y reservas ante organismos internacionales hemisféricos y universales.[255] Múltiples actos de gobierno y administración en diversas materias las reafirmaron.[256]

Dichas protestas se benefician, pues, con las notas de inmediatez, continuidad, seriedad, universalidad, imputación a un Estado deter­minado por autoría de la afectación alegada, e imprescriptibilidad. De ahí que pueda asegurarse con razón que por anticipado se había dado por tierra con las argucias tendientes a extraer consecuencias de la realización de maniobras navales, por parte de la flota inglesa, en aguas adyacentes a las Islas durante la guerra mundial de 1914-1918. Es que además la Argentina venía aguardando respuesta a requerimientos muy concretos e insatisfechos acogidos con un fin de non recevoir por el go­bierno inglés.[257]

La imprescriptibilidad de la demanda argentina es, además, una resultante necesaria, ya que la presencia de un crimen internacional expone al Estado que lo comete a una situación de deuda permanente con el resto de los miembros de la comunidad de naciones y la Humanidad en su conjunto.

En consecuencia, parece razonable concluir que desde los puntos de vista sustantivo y procesal internacional, cualquier pretensión sobre el particular estaría destinada a ser baldía y estéril, máxime cuando repugna a la conciencia jurídica de los Estados que una situación ilícita por su origen, mantenida para afirmar un crimen tan abominable como el del colonialismo, pudiera convalidarse a través de la brecha ofrecida por aspectos meramente formales o adjetivos.

En cuanto al contenido, a esta altura puede asegurarse que, habiendo sucedido el gobierno de Buenos Aires a España en todo el ámbito espacial y de derecho que correspondió al ex virreynato del Río de la Plata, todos los territorios de aquella jurisdicción, entre los cuales se encontraban las Malvinas, vinieron a integrar naturalmente ese patrimonio y el cúmulo de compromisos internacionales que protegían esa pertenencia, rubricados mediante tratados confirmatorios de las adjudicaciones pontificias, etcé­tera. Títulos de legitimidad sobre títulos históricos.

La posesión pacífica, prolongada, con ánimo y exteriorizaciones de dueño, efectivizada por el Estado español, fue continuada por la naciente entidad estatal que formalizó su emancipación en 1816 y que asumió prontamente su condición de soberana, de modo que ya en 1820 el mundo entero había tomado conocimiento de ello a través de publicaciones y notificaciones oficiales sobre los cometidos y funciones adjudicados al comandante Jewett.

Inmediatamente se disciplinó la caza de anfibios y la pesca (1821) y se hicieron particiones y repartos de tierras públicas en forma ostensible. Beneficiarios de tales medidas fueron en primer término Jorge Pacheco[258] y paralelamente Luis Vernet.

Es decir que, de hecho y de derecho, estaba establecido a esa fecha que las Malvinas tenían calidad de territorio integrante de la nación recientemente asomada al concierto internacional en la parte más meri­dional de la América del Sur. Con mayor razón en el período siguiente, durante el cual se adoptaron sucesivas medidas que culminaron en la creación de una jurisdicción militar y administrativa especial. En 1823 ya se había designado un Comandante para las Islas —que estuvo en ellas— y con fecha 10 de junio de 1829, un decreto histórico dispuso la creación de la Comandancia Político Militar con sede en la Isla Soledad, con autoridad sobre todo el archipiélago y titular de cometidos estatales congruentes con sus características.

Luis Vernet, beneficiario de extensas adjudicaciones de tierras en las Islas, venía a configurar una situación explicable para la época, en la que simultáneamente se conjugaban el poder oficial con la gestión de los intereses privados.[259] Su notable preparación y dinamismo permitió realmente que pudiera afirmarse que una autoridad constituida regía en las Islas, y que esa autoridad conocía y hacía conocer perfectamente al resto del mundo el origen de su legitimación[260] para defender las prerrogativas del gobierno que la había designado.

La invasión consumada en enero de 1833 expulsó por la fuerza a la autoridad soberana. El piquete que aun después de las tropelías llevadas a cabo por la Lexington mantenía la custodia de las Islas enarbolando el pabellón argentino, abrumado por la compulsión de un despliegue bélico insuperable, evacuó la posición, bajo protesta y sin amarlo. La reina de los mares había hecho trizas los tratados, extralimitado el derecho consuetudinario, desconocido los principios del derecho de las naciones y violado las leyes de la paz y de la guerra.

Hasta Vattel, que no puede ser sospechoso de anglofobia, había ya enseñado las limitaciones al derecho de guerrear, desde que existe una declaración a ser conocida por aquel Estado al que se dirigirán las armas en demanda de justicia, hasta la apelación a la rerum repetitio, una amenaza de guerra condicional declarando que se la comenzará si no se obtiene la satisfacción requerida.[261]

La superioridad militar, la incontrastable potencia de un Estado que había establecido colonias en la mitad del mundo conocido, atacaba al derecho con la intrepidez y el denuedo que había puesto en la conquista contra un país amigo que apenas había superado la etapa del status nascendi.

Apropiarse del archipiélago malvínico en 1833, cuando los derechos de las Provincias Unidas sobre él estaban tan consolidados y afirmados que Inglaterra misma había reconocido al Estado y negociado un tratado de paz, comercio y navegación sin formular reservas sobre la jurisdicción que manifiestamente gobernaba, es, lisa y llanamente, un acto antijurí­dico, brutal, que merece los más duros calificativos. Bien puede asegurarse que en la presente coyuntura, Inglaterra tendría que adoptar otra actitud muy diferente si deseara anexarse las Islas.[262] Es obvio que no osaría reiterar aquel ataque; perro como lo que importa es el presente, le basta con posponer el tiempo en que el ser de los acontecimientos se identifique con su deber ser.

Esto corresponde, no sólo por la acumulación de razones enumeradas —bulas, descubrimiento, títulos históricos, ocupación, tratados con­firmatorios con Inglaterra, oposición del estoppel por aquiescencia y reconocimiento de mejores derechos de España y las Provincias Unidas—, sino, además, porque a la luz de la magistral sentencia de Huber,[263] «. . ..las manifestaciones de soberanía asumen formas diferentes según las condiciones de época y lugar. . .», y por otra parte porque el derecho de la descolonización ha ido marcando nuevas pautas orientadoras, indicativas y finalmente jurídicas, aplicables al caso, y cuyas conclusiones no ofrecen dudas.

a) ¿Cómo se incorpora al paquete de argumentos argentinos la sen­tencia referida? Pues nada menos que para dar base a la afirmación de que la nación americana viene ejerciendo de manera válida y eficaz una co-soberanía sobre las Islas que, apenas perceptible por su carácter social y prestacional, está revestida, sin embargo, de una real positividad como expresión de despliegue de funciones estatales, atendiendo desde hace decenios los intereses y derechos sociales de los pobladores.

La verdad es que, a pesar del dominio territorial detentado por el Reino Unido, las leyes edictadas,[264] su aplicación, la adopción de medi­das administrativas y el ejercicio de la jurisdicción correspondiente en materia de seguridad social configuran, sin sombra de duda, la sustancia precisa que encarta en la hipótesis de Huber. En efecto, la normación argentina sobre cuestiones jubilatorias y otros beneficios sociales, se agrega y ocasionalmente desplaza al poder de fado, desde antes que las Naciones Unidas indujeran a mejorar las condiciones de vida de los pobladores de las Islas.

Obsérvese que día a día las prestaciones de seguridad social asumen mayor entidad en. el conjunto de los cometidos estatales y, principal­mente, entre los medios promovidos política y jurídicamente por las Naciones Unidas, como instrumentos idóneos para asegurar a los indivi­duos el goce de drechus que les son reconocidos a medida que la ci­vilización alcanza estadios superiores. Puede asegurarse que la búsqueda del welfare state revela la comprensión universal de la necesidad que la Humanidad experimenta de crear condiciones sociales apropiadas al me­joramiento progresivo del bienestar del hombre. Y así es que las convenciones ecuménicas van asignando a las cuestiones previsionales un lugar desde el que se irradia la responsabilidad de los Estados de cumplir esas funciones.[265] De esta manera lo ha entendido la Argentina, y es indiscutible que desde hace, ya muchos años a la diversidad y profundización de las prestaciones sociales vigentes como jubilaciones, pensiones, asignaciones de toda índole, subsidios, etcétera, se agrega la nota de universalidad. Esta universalidad tiene que ver con nuestro pro­blema; lo que sucede es que el ámbito de esas leyes no se ha circunscripto a su territorio continental, sino que, proyectándose tuitivamente hacia el conjunto insular que reivindica, lo alcanza para asegurar a quienes consi­dera sus subditos allí radicados las mismas garantías de servicio efectivo que a la población continental. Las circunstancias que rodearon el otorgamiento de jubilación en el caso Me Laren[266] son bien significativas. En él aparecen desenvueltas las aptitudes jurídicas del Estado argentino, y además concretamente efectivizadas, coexistiendo y por encima de la supremacía personal del Reino Unido sobre la población.

Estas situaciones, por la naturaleza superior del bien protegido, ad­quieren una especial relevancia que trasciende la esfera interna, dada su relación con los compromisos contraídos con el resto del mundo, y resultan tan indicativas como otras en las cuales también se expresa níti­damente la vinculación de los isleños con el Estado continental próximo en cuestiones vitales,[267] para la vida de relación como para el honor, al asumir voluntariamente la responsabilidad de ciertas cargas públicas.

En el otorgamiento de prestaciones sociales el Estado deviene ejecutor directo de cometidos hoy consustanciales de su carácter político social de derecho, y se constituye en protagonista de una nueva forma de manifestación del despliegue de soberanía[268]. Aunque esto resulta claro,, entendemos que de todos modos merece ser explicado más prolijamente. A saber: 1) el otorgamiento de beneficios sustantivos correspondientes a los derechos de los individuos a la seguridad social mediante la inter­vención de organismos públicos, y sobre la base de legislación elaborada al efecto, configura no un acto altruista, de paternalismo o caridad, sino la concreta aplicación del orden jurídico interno, congruente con las obligaciones internacionales —que reconocen al individuo una serie de derechos como inherentes a su condición humana—, indisputable y sobre los cuales sólo cabe a la autoridad promover su pleno goce. Su contenido económico —según sean las hipótesis— supone que no siempre habrán de ser contemplados inmediata y rápidamente. La legislación argentina y la implementación del aparato burocrático y del flujo financiero necesarios han hecho viable desde muchos años atrás el acogimiento al sistema de cuantos habitantes de las Islas acreditaran los requisitos generales. Ello sin perjuicio del posible amparo al sistema instituido por los británicos en favor de los isleños, consistente en dos seguros mediante cotizaciones: para el riesgo de vejez y el subsidio familiar.[269] La comparación entre ambos estatutos no podría sino ser desventajosa para este último, pero es atendible que en general se le prefiera porque los pobla­dores, sometidos al oligopolio de la fuente única de trabajo, temen perder años de cotizaciones. Es de espesar que la divulgación apropiada de los asuntos que atañen a tan delicada materia acerquen más aún a los pobla­dores de las Islas al conocimiento de sus derechos como los reconoce el país que las reivindica.

2) Las probanzas de prestación de servicios a tenor de los dictámenes producidos en las actuaciones donde se sustanció la jubilación de Rubén Me Laren —que trabajó como telegrafista en Malvinas— provienen de certificaciones expedidas por las autoridades que ejercen pre­dominantemente e¡ poder sobre las Islas, como resulta de los antece­dentes registrados en la mencionada Revista de la Seguridad Social de septiembre de 1971. Dichas certificaciones, al ser expedidas por quien actúa bajo la autoridad del gobierno inglés y con su conocimiento —no obs­tante ser tenidas por documentos privados a efectos de probar la pres­tación de servicios—[270] constituyen una admisión particularizada, pero evidente de sumisión —para una finalidad oficial cuya importancia no puede ser desdeñada— al orden jurídico argentino. Se trata de un reconocimiento implícito del derecho argentino a regular y proteger un cierto ámbito, relevante para su foro interno así como para ajustarse a la normación internacional.[271]

Cabe observar que la real entidad de ese despliegue de soberanía ante la comunidad internacional se explica más en función de los valores humanos preservados y de la autentica posibilidad de acceder a los servicios ofrecidos que por el número de casos con que pueda ejempli­ficarse.[272] Ni siquiera la justicia británica es llamada con frecuencia a ejercer sus cometidos en las Islas, a pesar del dominio de hecho que mantiene sobre ellas.

Es decir, la comunidad isleña tiene con el continente próximo una relación prestacional, sustantiva, porque una sociabilidad avanzada —que jamás practicó el colonialismo— experimenta y explícita en leyes una responsabilidad unida a las exigencias de los tiempos presentes, procurando cumplir los fines de la nación integrada y alcanzando a proyectar sus servicios de seguridad social, comunicaciones, información, cultura, etcétera, a todos aquellos que con alguna- razón —según creemos— considera sus subditos, adelantándose en el cumplimiento de la normación internacional.

b) Una vertiente argumental que ningún tribunal habría de despreciar en una pulcra apreciación del caso es la constituida por los diversos actos oficiales cumplidos por Inglaterra, y que satisfacen hipótesis de estoppel.

En la medida que ellos configuran un impedimento para hacer valer en el futuro decisiones contrarias al comportamiento anterior del Estado inglés, se acumulan como positivos elementos reafirmatorios para la posición argentina. Entre esas significativas instancias merecen ser recordadas por configurarse el estoppel:

— la admisión de la vigencia del régimen previsional argentino, para cuyos fines se han expedido constancias oficiales por autoridades del Reino Unido.

— el acto diplomático sustanciado mediante la acceptance por la cual lord Rochford en nombre de su gobierno accedió a reconocer como reparación suficiente al permiso otorgado por España. Sus fuerzas se reinstalaron en las condiciones de facto previas, en un único punto de la pequeña isla Saunders,[273] absteniéndose de refutar la proclamación de soberanía que España formulaba en el mismo acto, mediante una reserva expresa y categórica que alcanzaba a todo el archipiélago, mientras sus efectivos permanecían en él sin que Inglaterra se opusiera. He aquí tres veces presente el estoppel.

— la evacuación casi inmediata realizada por los ingleses de aquel único es­tablecimiento, en 1774, dejando para siempre de ocupar las Islas — al menos en alguna forma relevante para el derecho—, ya que lo ocurrido en 1833 fue en realidad un episodio bélico, ilegal, intrascendente para imputarle validez jurídica;

— la ocupación originaria, que databa de 1766, y había estado limitada al Puerto Egmont —ni siquiera sobre alguna de las grandes islas—, aun cuando no tuviera sobre sí la tacha de graves y numerosos quebrantamientos a prin­cipios de derecho internacional, tratados y derechos españoles consolidados, no debiera ser invocada para extralimitar aquella área de la isla Saunders.’ Carece del más mínimo asidero la posición que pretenda arrogarse un derecho de accesión partiendo de lo molecular para apoderarse del todo. Ya se ha visto cómo esa expectativa ha degenerado en la ambición de alcanzar incluso el territorio continental argentino. Se ha pretendido alterar, invirtiéndolo, el principio «accesorium sequitur principóle». «Major pars trahit ad se mino­ren.», Diccionario Jurídico de Capitant, pág. 587, D. 34-II-19-13>

— sin duda tiene una importancia capital[274] el abandono que Inglaterra hizo ante la faz del mundo entero, a manos de la diplomacia argentina, de toda tentativa de defender las Islas que, según alega, le pertenecían. Esa decli­nación total y evidente del gobierno de Londres ante el ataque violento, sor­presivo y ultrajante de un buque de guerra norteamericano,[275] poco antes de perpetrar los ingleses la invasión que se mantiene todavía, explícita indu­bitablemente que a esa fecha nada tenían que defender. Si ello no hubiera sido así, sólo por no mancillar un honor tantas veces invocado hubiesen protestado y repelido la agresión. Las Islas movieron, en cambio, tan febrilmente al gobierno de Buenos Aires como era de esperar en una joven nación afectada en parte sensible de su territorio. Y siguieron una dilatada y áspera contienda diplomática con la mayor potencia del hemisferio a causa del atentado de la Lexington ocurrido en diciembre de 1831.[276] El estoppel encuentra, sobre la base de este episodio —que dio lugar al reconocimiento implícito pero rotundo de la nada jurídica en el haber del gobierno inglés respecto de las Malvinas-una hipótesis perfecta.[277]

Se trata del caso en que un Estado debiendo realizar actos materiales en defensa de su integridad, o protestas adecuadas en función del daño inferido y de su jerarquía en el plano del mero poder politicomilitar, no lo hace; cuando es llamado por consideraciones vitales a la conveniencia y al derecho internacional, se abstiene, aunque no ignora las consecuencias de esa actitud omisiva. Esto entraña una admisión —ya estudiada— acerca de que no se ha interferido en absoluto en sus atributos etáticos. Y el Derecho ha reglado tal situación, que se ajusta a la pretensión ar­gentina, en primer término porque ella ha sostenido que no ha habido razón en las alegaciones británicas, en segundo lugar porque la aquiescencia inglesa lo confirma, y finalmente en virtud de que la Nación Argentina ha dado pruebas ostensibles de haber sostenido por decenios un serio conflicto diplomático con la mayor potencia del mundo a causa del agravio inferido por la Lexington.[278]

Londres asistió, pues, a la invasión norteamericana sin expresión de agravios correspondientes a la soberanía territorial que decía revestir, y admitió además que la República Argentina siguiera, como titular de esa misma soberanía, las instancias de un bien conocido asunto de las relaciones hemisféricas.[279]

La correspondencia diplomática registra severas amonestaciones del gobierno argentino del tenor de la nota del Ministro Maza al Ministro norteamericano Mr. Baylies: «. . .fue un abuso innoble del fuerte contra el débil. . . (el ataque de la Lexington). . . el desorden, la injusticia, el insulto y la tropelía han estado de parte de los señores Slacum y Duncan. . .» y glosando a Vattel (libro II, Cap. XVIII, pág. 354): «los que acuden a las armas sin necesidad son   lagas del género humano. . .»

Respondiendo a la comunicación por la cual se notificaba la desig­nación de Slacum como «secretario privado de la legación americana», al propio Encargado de negocios le espetaba: «El Gobierno manda al in­frascrito declarar a Su Señoría que su propio decoro le prohibe considerar por ahora a aquel caballero bajo otro carácter que el de infractor de las leyes de la República, asilado en la casa del Ministro público de una nación amiga. Buenos Aires, Setiembre 9 de 1832». Baylies debió pedir sus pasaportes.

Pinochet, de acuerdo con las afirmaciones de Jiménez de Aréchaga (Curso, II, pág. 396 nota 5), ha entendido que el estoppel existe, asimismo, por razón de los tratados que protegían los dominios españoles y de sus sucesores. Conforme a ese criterio habría que situar en es­te lugar el cúmulo normativo que por vía del derecho convencional prohibía absolutamente a Inglaterra incursionar, y con mayor fuerza invadir o apoderarse de tierras en las regiones de la América Meridional. El Tratado de 1790 (Nootka Sound o Saint Laurence Convention) es el último y más categórico  compromiso anglo-español en la materia.

Un estoppel derivado de los primeros rozamientos entre las grandes potencias de la época, y especialmente significativo porque procede de la intervención de Francia —que había operado la originaria ocupación efectiva en las Islas—, está dado a la consideración histórica y jurídica desde los tiempos de Choiseul. Habiéndose devuelto las Islas a España, con el reconocimiento expreso de la indebida ocupación de Bougainville, se comunicó a Inglaterra por medio del embajador de Londres en París, que «España había reclamado y recibido de Francia las Malvinas de conformidad con el Tratado de Utrecht, en el que se declaraba que con exclusión de los españoles nadie podía establecerse en aquella parte del mundo».[280] Por entonces, los ingleses ya se habían instalado en la isla Saunders. Pero la Corte de Saint James no refutó la notificación francesa para representar acerca de los propios derechos que hubieran sido afectados por tales acuerdos.

Antes aún, cuando se había consultado a la corte española en procura de autorización con el propósito de efectuar un periplo exploratorio e incursiones en los mares del sur adyacentes a las Indias occidentales, se había consumado quizá el primer estoppel a sus ambiciones. En efecto, el solo requerimiento de la aquiescencia de España, o la comunicación a ella de los planes del Almirantazgo implicaban reconocer dónde se en­contraba la titularidad del poder soberano sobre esas regiones. La negati­va que siguió a la gestión, que desbarató el intento expedicionario, y el silencio posterior del gobierno inglés, ateniéndose a ella iluminan tempranamente el rico contenido jurídico (estoppel por partida doble) que emana de estos aspectos de un conflicto de soberanía, que no debiera figurar aun hoy en la agenda de ningún órgano internacional para ser solucionado.

En cuanto a los episodios protagonizados por la discutida figura del gaucho Rivero y sus compañeros —sobre cuya trascendencia pública y vindicativa parece razonable admitir, con el honesto dictamen de la Aca­demia Nacional de la Historia,[281] que la misma no ha podido ser fundamentada—, cabe señalar su valor real para configurar una apropiada hipótesis de estoppel.

Así es que, capturados los seis responsables a quienes el propio Almirante Hammond reputó incriminables de homicidio, ellos fueron enviados a disposición del Colonial Office y sometidos a la justicia in­glesa.[282] No obstante, esa justicia, como poder encargado de la apreciación tecnicojurídica del caso, no encontró vestigios de un orden normativo británico que rigiera en el archipiélago en el momento de los acontecimientos, aunque los órganos politicogubernativos sostuvieran, continua pero inconsistentemente, que la soberanía de Su Majestad campeaba sobre las Islas.

Esta importante comprobación respecto del vacío de derecho, ausencia de legislación y nexo institucional, revela la mera relación fáctica, in­trascendente, originada en un copamiento consumado manu militan que ni siquiera había dado lugar a algo más que a un registro en la nómina de apropiaciones cuasi filibusteras del Almirantazgo, y conduce a una serie de corolarios que traducen la verdad interpretada sobre la base de la acti­vidad oficial de Inglaterra. Esto es, que ni técnica ni materialmente existían una relación de pertenencia ni antecedentes que permitieran afirmar que ello llegaría a ser posible, ni que lo hubiera sido. No forma­ban parte del imperio británico desde que la vigencia de un orden jurí­dico mínimo, como suprema e irreductible expresión del querer estatal, diera garantías (elemento precioso para la época)[283] a la seguridad de personas y bienes nacionales y extranjeros.

Una alegación de estoppel fundada en este solo enfoque del episodio decidiría la cuestión.[284] «La legislación es una de las formas más evidentes del ejercicio de los poderes del soberano» (Corte Permanente de Justicia Internacional).

«Nosotros prometemos sólo mirar, no tocar», dicho por Keene, embajador inglés en Madrid, tiene toda la fuerza de un reconocimiento imposible de ser desvirtuado. Tanto fue así que este antecedente —como lo ha señalado Caillet Bois— tuvo su peso en las discusiones y tratativas diplomáticas mantenidas en relación con el establecimiento francés, primero en el tiempo y finalmente entregado a España por corresponder a derecho.

El doctor Martínez Moreno ha demostrado la responsabilidad y disposición británicas respecto de mantener el ámbito malvínico libre de intrusiones de sus nacionales y extranjeros (op. cit.).

Son todos éstos importantes antecedentes, vida misma y acontecer no desmentido en las relaciones internacionales, los que arrojan luz acerca de cómo las grandes potencias interpretaban los vínculos vigentes, de interés para nuestro tema. De ahí que por esta vía se aporte un refuerzo considerable a los títulos originarios, atribuciones pontificias, derechos históricos y juridicointernacionales de orden convencional y consue­tudinario, determinando el decaimiento y el descrédito del plan defensivo ideado por el Foreign Office. Los nuevos tratados, como la Conven­ción de San Lorenzo de 1790, destruyen asimismo la aspiración de ex­traer beneficios del acuerdo concertado en 1771, el cual, como se ha visto, en nada conviene a la posición del gobierno de Londres que, sin embargo, lo ha mencionado como arreglo definitivo de la cuestión. Esto ocurre como si ese gobierno confiara en que el mundo entero habría de per­manecer en la desinformación, y el Estado afectado en la ignorancia de sus derechos. Y por lo tanto, nunca será demasiado enfática ni reiterada la afirmación según la cual el reconocimiento de la proclamación espa­ñola hecha mediante su reserva expresa de soberanía no contestada, coincidió con la mera reinstalación británica en un sitio limitado, y todo volvió al estado en que se hallaba el 10 de junio de 1770, esto es, a una fecha en que el derecho internacional general y los tratados prohibían a Inglaterra incursionar en aquellas regiones.

La apropiación violenta de 1833 no tiene, por lo tanto, ningún basamento, ya que además para entonces habían sobrevenido el tratado confirmatorio del derecho hispánico a la soberanía territorial (tratado de 1790), el abandono inglés y la permanente posesión regular por el titular de esa soberanía.

En otra área de sus relaciones internacionales, donde se revelan es­quemas políticos más amplios, aparece también la inconsecuencia que hace a los actos concretos incompatibles con los principios declarados. Al haber propuesto Gran Bretaña a los Estados Unidos (Canning a Rush) el cese definitivo del intervencionismo europeo en América, era de esperar, en homenaje a la buena fe con que deben conducirse las naciones res­pecto del resto del mundo, que Albión habría de predicar con el ejemplo. Pero ni ella lo hizo ni los responsables de administrar la doctrina Monroe hallaron conveniencia en cumplir sus votos.[285]

Y diversas opiniones de altos funcionarios de S.M.B. han coincidido en toda época con el sentido que asignamos a estos acontecimientos.

c) El colonialismo ya revestía los caracteres que lo hacían punible por ser contrario al derecho y a los intereses superiores de la comunidad internacional, que lo venía condenando desde mucho antes aún de se tipificación como crimen (Resolución 2621). A partir de entonces, ni los más ortodoxos partidarios de aplicar mecánicamente en el ámbito in­ternacional el aforismo nullum crimen, nutta poenae, sine praevia lege poenale,[286] podrán rehusar admitir que la ilegalidad consumada y continuada en someter a las Islas Malvinas a una intensa dominación colonial, requiere sea extirpada sin más. Es que los órganos competentes de la comunidad de naciones han superado el plano y los tiempos en que se asignaba a sus pronunciamientos la mera aptitud de calificar moralmente las situaciones, para pasar a realizar verdaderas in­criminaciones en la expresión «crimen». Más aún, se puede sostener que, siguiendo a Glasser[287] y a Vieira, es suficiente que una costumbre haya reconocido una ilegalidad inherente a determinadas actitudes para in­ferir su sancionabilidad.

En el caso Malvinas la trilogía de actos que se inscriben en la categoría de «crímenes» se integra con: 1) la instalación de 1833 en las Islas me­diante agresión (guerra injusta, no declarada, abusiva y violatoria de tra­tados de paz y garantías); 2) esa agresión fue llevada a cabo contra el legí­timo soberano, tratándose en la especie de un despojo liso y llano; 3) el objetivo, consumado y aun afirmado afrentando a la humanidad civiliza­da, fue el de instalar el sistema colonial que rige en las Islas.

Cuando las soluciones descolonizadoras irrumpen en el foro de las Naciones Unidas, su impacto produce efectos rotundos, fulminantes. La humanidad asiste a la incorporación inmediata en su puesto corres­pondiente de una cantidad de pueblos tan numerosos como aquellos que les habían reconocido y aun promovido la emancipación del yugo colonial.

Este delito internacional asume en ocasiones una particularísima conformación por haberse asentado sobre una parte del ámbito territorial de un Estado independiente, en cuyo caso se acentúa peligrosamente el riesgo de comprometer la paz y seguridad internacionales, condiciones básicas de la convivencia pacífica, postulados fundamentales de la propia Carta de la organización mundial.

La República Argentina afirma ser uno de los Estados que ha devenido víctima de una afectación de su soberanía violenta y sin motivos sobre una porción insular de su territorio. La potencia que llevó a cabo este acto violatorio del derecho consuetudinario y convencional, lo agravó insti­tuyendo el régimen ilícito y criminal que las naciones han condenado[288] viva y reiteradamente.

Es decir que a la ilicitud de la usurpación originaria ha de acumulársele una ilicitud superviniente,[289] gravísima, consistente en la comisión de un delito continuado contra la humanidad, sobre el ámbito territorial de otro miembro de la sociedad internacional que ha venido pacífica y firmemente sosteniendo —a esta altura pueden asegurarse— consistentes y exclusivos derechos en relación a la región cuestionada: el archipiélago malvínico.

Se trata de un caso que, mediante la Resolución 2065, se encarta en lo dispuesto en la Resolución 1514, a la que aquélla se remite, habiéndose configurado correctamente la hipótesis prevista en el punto VI que ha procurado especialmente impedir que el despeje de estas injustas y anti­jurídicas situaciones pueda vulnerar directa o indirectamente la integri­dad de algún Estado.

Uno de los mayores motivos de estupefacción se experimenta al comprobar la permanencia de la ocupación británica de Malvinas, realizando la observación del hecho ya indicado. El Reino Unido, por la acumulación de reconocimientos y especialmente por sus Tratados, es el Estado más desprovisto de derechos para pretenderlas, lo que unido a su contumacia al mantener el régimen colonial y al desafío a la or­ganización, constituido por la insistente apelación a un plebiscito prohi­bido ab initio, vuelve su posición insostenible. Esta actitud puede ser considerada como fundamento suficiente para alegar a favor de la Argentina que ha existido un cambio en las circunstancias e invocar el principio rebus sic stantibus, que permita evitar un arbitraje británico.

Pero el silogismo se ha perfeccionado. Con fecha 12 de octubre de 1970 adviene la Resolución 2621[290] Si por la Resolución 2065 se había defini­do la situación como un conflicto de soberanía —es decir incapaz de originar otra solución que no fuera la adjudicación del territorio a una de las partes, confirmada al descartarse la intervención política de la po­blación del mismo—, hoy está decretado que aquella parte incursa en una grave infracción internacional debe cesar en su detentación del dominio territorial. Y ya que ello debe ser así —aún prescindiendo de todo el conjunto de mejores derechos que la Argentina puede ostentar—, no cabe otra disyuntiva que la reintegración efectiva de las Islas a su soberanía, por razones de fondo, sustantivas, de derecho de la descolonización, que se suman a las también sustantivas de derecho internacional general.

En efecto, debiendo el Reino Unido abandonar el ejercicio de sus funciones estatales de facto sobre las Islas, ya que es inadmisible el mantenimiento de una situación colonial definida como tal y contraria a los principios de la convivencia pacífica, violatoria del derecho internacional y tipificada como crimen, sólo la contraparte asistida de fun­damentos plausibles —aunque fueran de importancia relativa—[291] está en condiciones de adquirir soberanía o reasumirla como en el caso en el cual el despojo se produjo violenta y sorpresivamente.[292]

Esta descolonización resulta tanto más imperiosa si se tiene presente que existen indicios de un potencial riesgo consistente en la tentativa de una declaración de independencia como la consumada por el régimen de Ian Smith en Rhodesia. Así nos lo sugieren la intervención de Barbados en la Asamblea de la O.E.A. (1974), invocando la independencia de las Islas Malvinas, y discursos pronunciados en el Consejo Legislativo enfatizando, con auspicio británico, en la presunta aptitud decisoria de la voluntad de los habitantes.

CAPÍTULO IX

UNA PERSPECTIVA VIABLE

Sólo la República Argentina se puede beneficiar con la actividad que la Organización Mundial desarrolla para ajustar a derecho el conflicto en el seno de sus órganos competentes. Ese derecho, bastante para determinar y definir el problema —como lo ha hecho la ONU mediante la resolución 2065—, deviene exclusivo a partir de la condena recaída sobre el Reino Unido mediante el pronunciamiento emitido al calificarse el colonialismo como crimen. Una extinción de sus posibles derechos se produce a consecuencia y necesariamente por efecto de dicha sanción, tan a propósito para dilucidar la querella, que ya no parece siquiera requerirse una declaración para el caso concreto a tenor de la emitida, por ejemplo, para procurar el cese de la presencia ilegal de Sudáfrica en Namibia.

Creemos, no obstante, que no se debe subestimar la conveniencia de que se produzca una declaración al respecto de la permanencia ilegal del Reino Unido en las Malvinas, La misma tendría ya fijados sus an­tecedentes, y al efectivo valor procesal, orientador de las futuras ins­tancias —si el actual ocupante persistiera en permanecer—[293] se agregaría el otorgamiento de una satisfacción debida al Estado que fuera objeto de agresión e interferencia en el uso y goce de su soberanía y en el disfrute de sus recursos naturales. Al haberse producido el quebrantamiento de obligaciones internacionales muy específicas es natural que se irrogue la correspondiente responsabilidad —obligación de reparar acumulativa a la restitución— que en la especie tendría un beneficiario particularizado y, a la vez, la sociedad de las naciones, en su expresión organizada, que ha condenado y sancionado con severidad el crimen del colonialismo.[294]

La declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas[295] que proclamase la ilegalidad de la permanencia del Reino Unido en Malvinas sería congruente no sólo con la Resolución 1514 y la 2621, sino que estaría encuadrada en la histórica Resolución Pro Paz al individualizar al Estado perturbador de la paz y seguridad internacionales, propor­cionando como lo hizo el Consejo de Seguridad para el caso de Sudáfrica en el África Sud Occidental (Namibia)—, el quid para instrumentar la expulsión o el cese de los actos de la nación infractora.[296] Una de­claración tal señalaría la juridicidad imperante erga omnes, convali­dando la legitimidad de un eventual intento destinado a recuperar las Malvinas —si ello procediera— e incluyendo medidas eficaces en su apoyo. Esto obviaría los riesgos de tentar un hecho consumado, del cual no puede asegurarse que sería aceptado fácilmente y sin réplica por el Reino Unido.

La Resolución 2621, que allana el camino para emitir la declaración que señale explícitamente la responsabilidad por la quiebra del derecho, proyecta, además, efectos de orden patrimonial y sancionatorio. Ellos traducen, con una lógica de hierro, el deber ser tuitivo de la integridad territorial de los Estados, y una estrategia disuasiva, que se expresa en el no reconocimiento de obligación alguna de otorgar compensación por las nacionalizaciones u otros actos oficiales que requiera el rescatar plenamente para su jurisdicción y goce efectivo los territorios reintegra­dos a la unidad nacional. Es que los intereses madurados en el apro­vechamiento de una situación colonial no merecen el lugar que el derecho internacional otorga a aquellos valores económicos instalados en con­diciones que no colindan con el disciplinamiento internacional sobre derechos de los Estados y garantías a los derechos del Hombre. Esta posición tiene jerarquizados sostenedores[297] y su vigencia en el caso merece considerarse como plausible, siendo de gran importancia los estudios que comiencen a realizarse sobre el particular, especialmente teniendo en cuenta que la noción del enriquecimiento injusto es gravi­tante sobre los desarrollos pertinentes.

La naturaleza, asimismo, se decide por aportar en favor de la rei­vindicación argentina un componente que sería decisivo si las razones de ambas partes fueran equivalentes. Existe una genuina contigüidad geológica entre las Malvinas y la Patagonia, afirmada por la ciencia, comprobable sin dificultades y ratificada por publicaciones de insos­pechable origen. Las afinidades morfológicas, ecológicas, y la proximidad geográfica, conforman un contexto que tiende a expresar una unidad, una integración apenas disimulada por una distancia exenta de obs­táculos o interferencias entre el continente y las Islas, cuya vertebración afianza una plataforma submarina.

Justamente puede suponerse que uno de los factores determinantes de la tenacidad británica en permanecer y disponer de los recursos naturales de este ámbito insular radica en la sospechada y muy posible existencia de yacimientos de hidrocarburos de considerable volumen, vinculados a los flujos petrolíferos explotados en la costa continental próxima, a la que geológicamente pertenecen. El Reino Unido, por lo demás, últimamente ha avanzado en materia tecnológica con vistas a la extracción del oro negro en el medio acuático. Y, como lo había dado a conocimiento Gerard Cohén,[298] hace años que compañías de origen canadiense y norteamericano pugnaban por las concesiones del gobierno inglés para realizar prospecciones de hidrocarburos en las Islas y adyacencias.

En cuanto a las necesidades alimentarias de la Humanidad, puede decirse que la acuacultura —inmensa riqueza de las algas malvínicas en proteínas, metano, forraje, en el marco de la revolución azul— proporcionaría una fuente de recursos insospechados a orillas del dilata­do litoral oceánico. Esto tiene una especial importancia para la Argentina en el momento presente si se tiene en cuenta qué importaciones vendría a sustituir el Reino Unido si se incentivara la explotación de estos rubros. El tema, como lo ha documentado Torre Revello, ya había llamado la atención de G.W. Carlson en 1913.[299]

Estas islas tienen, asimismo, innegable valor para la investigación cósmica, los avances de la tecnología en materia de comunicaciones, para la defensa y la proyección de actividades multidisciplinarias en el con­tinente antártico. Es imposible, entonces, prescindir de la consideración dé estos factores dinamizantes del poder político —no sólo económicos, sino, también estratégicos, por ser acceso natural entre océanos—[300] y de su gravitación para determinar ese empecinamiento en retener el ar­chipiélago acentuando la explotación de sus recursos naturales y su posición sud atlántica, cuando ya las publicaciones oficiales se resignan a omitir la fuente de los derechos que antes habían invocado.[301]

La retención de las islas Malvinas por el Reino Unido implica, además, —para esta potencia— postergar la pérdida de un inestimable apoyo en relación a las cuestiones de soberanía también pendientes a propósito de las otras islas del Sur que Argentina reivindica y que, como se ha visto, han sido hábilmente escindidas de su anterior dependencia de Malvinas, en una tentativa por destruir con una medida administrativa el nexo geohistórico y jurídico que siempre fuera reconocido, ya por la definición de «adyacencia» del lado argentino, ya por el término preferido de dependencies de la parte inglesa. Es que Londres experimenta real in­quietud por el destino de los demás archipiélagos, una vez que se ha puesto en movimiento la instancia que conduzca a un destino del grupo isleño mayor correctamente definido y definitivamente asignado.

CAPÍTULO X

HACIENDO FUTURO. LAS NACIONALIZACIONES

Escudriñando en el futuro inmediato, el balance de la situación permi­te arribar a una conclusión sólidamente verosímil. Ella comporta el concebir que a breve plazo las Naciones Unidas han de emitir su vere­dicto y solventar in totum la cuestión planteada respecto del conflicto de soberanía sobre Malvinas. También desaparecería —de ser favorable al reclamo argentino— el baldón que sobré la humanidad civilizada arroja la presencia de un régimen colonial asentado sobre un territorio que jamás hubo de pertenecer a la corona británica.

La comunidad organizada de los Estados ya no podría razonablemente soportar más el triste oficio de constreñirse a urgir la elucidación del conflicto, limitándose a dejar librado al capricho de una parte —la in-cursa en graves infracciones al orden internacional— el destino de una controversia arbitraria desde sus orígenes, precisamente por la inter­vención injusta de dicha parte.

Dilatar el acceso de la nación Argentina a la plenitud de sus atributos, de su ámbito territorial, de la jurisdicción sobre la que sus autoridades deben desplegar su legislación entera y sus implementaciones concretas, significa conceder más de lo que se concedía en los días de la Resolución 2065, cuando aún no se había sancionado el colonialismo como crimen.

Dilatar ese reencuentro, gestado pacíficamente, cuando los nuevos tiempos reafirman los fundamentos del derecho de un estado al que las dos mayores potencias[302] del universo en brevísimo lapso se confabularon para escindir y subyugar parcialmente, comporta tanto como mediatizar innecesaria e injustamente a condiciones intrascedentes e intereses os­curos el vital y apremiante requerimiento que con razón formula la República Argentina en procura de – reconstituir de hecho su perfil histórico, su integridad y unidad territoriales, su patrimonio de recursos naturales, hoy extrañados de su dominio.

Este estado de cosas, al que en definitiva habrá de ajustarse el arreglo del problema, y hacia cuya cristalización la diplomacia argentina ha dirigido sus miras, no debiera, en el planteo teórico, exigir nuevos es­fuerzos, dado que la cuestión ha pasado a tener por protagonista a la Humanidad entera, titular de una acción contra la potencia colonialista.

Sin embargo, es el procedimiento y la tramitación de ciertas secuencias en atención a factores ligados a la conveniencia u oportunidad de planteos decisivos, lo que impondrá alguna mutación en el plano de las vías y medios a utilizar por la Argentina sin dejar de mantener sus fundamentos de derecho de fondo que siempre podrá limpiamente ex­poner y —como se ha visto a lo largo de estos capítulos— fortificar me­diante estos nuevos enfoques referidos a la descolonización, los derechos humanos, el estoppel.

Es posible que en algún próximo período de sesiones la Asamblea General de las Naciones Unidas, siguiendo sus antecedentes en la ma­teria, asuma ya una posición más concretamente definitoria, para remo­ver uno de los últimos bastiones del crimen colonial. En tal sentido, nos inclinamos a creer que un señalamiento que marque, sin sombra de duda, que es ilegítima la presencia del Reino Unido en las islas Mal­vinas—como aparece a la luz del derecho internacional y sus desarrollos progresivos— sería procedente, deseable y eficaz. Se concretaría así la individualización del Estado que ha consumado reiterados quebran­tamientos al orden internacional (agresión, colonialismo, contumacia, re­beldía)—esto último al oponerse tenazmente a decisiones concretas de la Asamblea General, tratando de imponer el plebiscito colonial— y se adelantaría en vías de obtener el apoyo de la organización si instancias futuras requirieran la adopción de medidas más severas para reintegrar la unidad del Estado argentino.

Un avance como el que se propugna es, pues, siempre posible en las actuales circunstancias, sin apelar al recurso de la fuerza, y sin declinar el mantenimiento de la actitud diplomática, afirmada en una escalada que seguramente concitará la adhesión de la casi totalidad de los países miembros de la ONU.

Y adelantando también en el camino de una viable reasunción plena, de jure y de facto de su jurisdicción sobre Malvinas, ha de percibirse el gran número de solicitaciones que habrán de plantearse a la Argentina en materia de técnicas, organización, política, derecho, y asuntos sociales, económicos, culturales, sanitarios y religiosos. Si gobernar es poblar, centrándonos en toda esa problemática hemos de afirmar que gobernar es prever, y así como se planifican asuntos de menor entidad, habría de crearse conciencia sobre ese paquete de desafíos como si ellos ya tuvieran vigencia nacional.

¿Quién podría asegurar que en las Malvinas no sería posible realizar otro tipo de explotación que las tradicionalmente limitadas al ganado lanar? ¿Cuántas nuevas y mejores razas podrían tentar sus posibilidades de aclimatación en ellas? ¿Cómo no concebir un erial en estas islas que se despueblan, si un gobierno con visión y responsabilidad atendiera a su prosperidad económica y desarrollo Social fuera del esquema colonial, auspiciando la creación de riquezas alimentarias que la Humanidad entera reclama, ofreciendo una fuente de divisas no despreciable?

Pero también: ¿cómo prescindir de proveer a la conservación de las buenas condiciones sanitarias, adoptando medidas precautorias, que las mantengan y si es posible mejoren? Malvinas constituye pues, hoy por hoy, una reivindicación y un desafío a la capacidad del Estado que la formula. Política e imaginación; técnicas y cultura: un ámbito que es­pera, y que a la vez tiene su propia conformación, unidad limitada, que ha de ser respetada.

Desae las medidas de profilaxis que vayan a proteger a todos los seres vivos de las Islas, a los más complejos aspectos concernientes a las decisiones sobre integración progresiva o no interferencia en el desen­volvimiento natural del cuerpo social; la conservación científica, plani­ficada —o la mutación— en un habitat que habrá de experimentar un impacto de confrontación, contacto y contaminación de índole y orígenes muy variados, todo, incluyendo desde luego derechos inherentes de los habitantes, convoca a una anticipada toma de posición o, al menos, a una actitud de reflexión activa.

Los isleños, incorporados definitivamente a una unidad estatal que los acoja como miembros en igualdad de situación con el resto de sus in­tegrantes, querrán intervenir en la actividad cívica de su país. Tarde o temprano esta gratificación adicional —contrapartida (de la participación en comicios locales, para elegir autoridades mutiladas en su representatividad y con cometidos limitados— ha de consagrar la plena intervención y el ejercicio por los individuos de sus derechos políticos. Los de orden económico, social, cultural, y los civiles, son de automática efectivización, dados los medios disponibles, de naturaleza técnica, administrativa, jurí­dica y de servicios con que se cuenta en el territorio continental argentino, y sobre cuya inmediata puesta en ejecución existen prolijas decla­raciones del gobierno de Buenos Aires. A nuestro parecer, sobre el particular, este gobierno no estaba llamado a realizar tales promesas, ni a ofrecer ninguna clase de seguridades. La reintegración de una porción del ámbito espacial del Estado a la jurisdicción primitiva, siendo que ni depende de la voluntad de los habitantes, ni debe depender de ninguna otra autoridad estatal, no está condicionada a la proclamación previa de propósitos, y el ejercicio futuro de la soberanía plena no tiene más límites que los constreñimientos del derecho internacional.

Y asi es que, en este plano de relaciones entre el soberano reivindicante y quienes venían poseyendo ciertos bienes de especial significación como las tierras, las concesiones, el tráfico, los privilegios, pueden ex­perimentarse mutaciones radicales dado que la aspiración de eliminar una situación colonial está ligada al designio político de realizar transformaciones efectivas para erradicarla más que nominalmente. Por lo que los tratados[303] que refieren tan sólo a ciertos beneficiarios vinculados a la actividad económica colonial y las nacionalizaciones que no hayan de requerir compensación, convocan también, ya a la nación argentina y a los internacionalistas al tratamiento de sus aspectos jurí­dicos y sus implicaciones.

Para que esto sea posible, es imperioso evitar pautas de compor­tamiento a las cuales K. Deutsch alude con agudeza en su Análisis de las Relaciones Internacionales.[304]

Es de presumir que un Estado que ha sabido agitar y exponer exi­tosamente un conflicto de soberanía ante el foro mundial, seguirá siendo hábil y diligente en la planeación, preconformando los esquemas verte­brales de su política y aun los actos de ejecución, desde antes de que las Islas sean recuperadas.

ANEXO-DOCUMENTOS

I

FUNDACIÓN DE PUERTO LUIS O FORT SAINT LOUIS POR BOUGAINVILLE.

Inscripción registrada en medalla que forma parte del obelisco fun­dacional:

ETABLISSEMENT

DES ILES MALOUINES,

SITUEES AU 51 DEG. 30 MIN.

DE LAT. AUST. ET 61 DEG. 50 MIN.

DE LONG. OCCID. MERID. DE PARÍS,

PAR LA FREGATE L’AIGLE, CAPITAINE

D. DUCLOS GUYOT, CAPITAINE DE BRULOT,

ET LA CORVETTE V SPHINX, CAPIT. F. CHENARD

DE LA GIRAUDAIS, LIEUT. DE FREGATE, ARMEES PAR

LOUIS ANTOINE DE BOUGAINVILLE, COLONEL DTNFAN-

TERIE, CAPITAINE DE VAISSEAU, CHEF DE L’EXPEDITION, G.

DE NERVILLE, CAPITAINE D’INFATERIE, ET P. D’ARBOU-

LIN, ADMINISTRATEUR GENERAL DES POSTES DE

FRANCE: CONSTRUCTION D’UN FORT ET D’UN

OBELISQUE DECORE D’ UN MEDAILLON DE SA

MAJESTE LOUIS XV SUR DES PLANS D’A.

L HUILLIER, INGEN. GEOGR. DES CAMPS

ET ARMEES, SERVANT DANS L’EXPE-

­DITION; SOUS LE MINISTERE

D’E. DE CHOISEUL, DUC

DE STAINVILLE, EN

FEVRIER 1764.

II

Acuerdo anglo-español de 22 de enero de 1771. Declaraciones de ambos gobiernos.

De la Corte de Madrid:

«Habiéndose quejado S.M. Británica de la violencia cometida el 10 de junio de 1770 en la isla generalmente llamada Gran Malvina y por los ingleses isla Falkland, al obligar por la fuerza, al comandante y subditos de S.M. Británica a evacuar el fuerte llamado por ellos Egmont, acto ofensivo para el honor de su Corona, el Príncipe Masserano, Embajador Extraordinario de S.M. Católica ha recibido orden de declarar y declara que: S. M. Católica, considerando el amor a la paz de que está animada y para mantenimiento de la buena armonía con S. M. Británica, y consi­derando que este suceso podría interrumpirla, ha visto con desagrado esta expedición capaz de turbarla, y en la convicción en que se halla de la reciprocidad de sentimientos de S.M. Británica y de su alejamiento para autorizar cualquiera cosa que pudiera turbar la buena inteligencia entre ambas Cortes S.M. Católica desautoriza dicha empresa violenta y, en consecuencia, el Príncipe Masserano declara que S.M. Católica se compromete a dar órdenes inmediatas para que vuelvan a dejarse las cosas en la Gran Malvina, en el Puerto llamado Egmont, precisamente en el estado en que se hallaban antes del 10 de junio de 1770, a cuyo efecto S.M. Católica dará orden a uno de sus oficiales de entregar al oficial autorizado por S.M. Británica el Puerto y Fuerte llamado Egmont, con toda la artillería, las municiones de guerra y efectos de S.M. Bri­tánica y de sus subditos, que han sido encontrados allí el día susodicho conforme al inventario levantado.

«El Príncipe Masserano declara al mismo tiempo en nombre del Rey, su Señor, que el compromiso de su dicha Majestad Católica de restituir a S.M. Británica la posesión del Puerto y Fuerte llamado Egmont, no pue­de ni debe afectar en nada la cuestión de derecho anterior de soberanía de las Islas Malvinas, llamadas por otro nombre Falkland.

«En fe de lo cual yo, el ya mencionado embajador extraordinario, he firmado la presente declaración con mi firma ordinaria y le hice poner el sello de mis armas.

«En Londres, 22 de enero de 1771. (L.S.) «Firmado: El Príncipe de Masserano».

El mismo día, el conde de Rochford, en nombre de la Corona británica cumplió con la Aceptación de la presente declaración en los siguientes términos:

«Habiendo autorizado S.M. Católica al excelentísimo Señor Príncipe de Masserano, su embajador extraordinario, para que se ofreciese en nombre de S.M. Católica el Rey de España una satisfacción por la injuria hecha a S.M. Británica, desposeyéndola del Fuerte y Puerto Egmont, y habiendo firmado hoy, dicho embajador una «Declaración» que acaba de entregarme y en la cual expresa que, deseoso S.M. Católica de resta­blecer la buena armonía y amistad que subsistía entre las dos Coronas,. reprueba la expedición contra Puerto Egmont, en la cual se empleó la fuerza contra las posesiones, comandantes y subditos británicos, y promete también reponer todas las cosas en el estado en que estaban antes del 10 de junio de 1770; y que S.M. Católica dará comisión a uno de sus oficiales para entregar al oficial comisionado por S.M. Británica el puerto y fuerte de Puerto Egmont, como igualmente toda la artillería, municiones y efectos de S.M. Británica y de sus subditos según el in­ventario que se firmó; y habiéndose también obligado dicho embajador en nombre de Su Majestad Católica, a que se realizara el contenido de dicha Declaración, entregándose en el término de seis semanas a uno de los primeros secretarios de Estado de S.M. Británica el duplicado de las órdenes que pase S.M. Católica de sus oficiales, S.M. Británica, a fin de manifestar las mismas disposiciones amistosas, me ha autorizado a declarar que mirará la citada declaración del Príncipe de Masserano y el entero cumplimiento de la promesa de S.M. Católica como una reparación de la injuria hecha a la Corona de la Gran Bretaña.

«En fe de lo cual, yo, el infrascrito, uno de los principales secretarios de Estado de S.M. Británica, he firmado la presente en la forma que acostumbro y le.hice poner el sello de mis armas.

«En Londres, 22 de enero de 1771, Fdo. Rochford «.

III

Texto contenido en la placa dejada por el Oficial de la corona británica al hacer abandono de la posición que ocuparan en la isla Saunders:

«BE IT KNOWN TO ALL NATIONS, THAT FALKLAND’S ISLAND WITH THIS FORT, THE STORE, HOUSES, WARFS, HARBOUR, BAYS AND CREEKS THERE UNTO BELONGING, ARE THE SOLÉ RIGHT AND PROPERTY OF HIS MOST SACRED MAJESTY GEORGE THE THIRD, KING OF GREAT BRITAIN, FRANCE AND IRELAND, DEFENDER OF THE FAIT, ETC.

IN WITNESS WHERE OF THIS PLATE IS SET UP AND HIS BRI-TANICK MAJESTY’S COLOURS LEFT FLYING AS A MARK OF POSESIÓN BY S.W. CLAYTON, COMMANDING OFFICER AT FALKLAND’S ISLAND, A.D. 1774».

IV

Precedido de un preámbulo expositivo donde se fundaban los títulos que hacían a la pertenencia de las Islas, y aludiendo a la noción de adyacencia, el gobierno de Buenos Aires tiró el decreto de 10 de junio de 1829,[305] que venía a completar otras medidas tendientes a instituir el sis­tema de autoridad pública en el archipiélago.

«Artículo Io. Las Malvinas y las adyacentes al Cabo de Hornos, en el mar Atlántico, serán regidas por un Comandante político y militar, nombrado inmediatamente por el Gobierno de la República.

«Artículo 2o. La residencia del Comandante político y militar será en la Isla de la Soledad, y en ella se establecerá una batería, bajo el pabellón de la República.

«Artículo 3o. El Comandante político y militar hará observar por la población de dichas islas, las leyes de la República, y cuidará en sus costas de la ejecución de los reglamentos sobre pesca de anfibios.

«Artículo 4o. Comuniqúese y publíquese. MARTIN RODRÍ­GUEZ – SALVADOR MARÍA DEL CARRIL.

V

El 19 de noviembre del mismo año, la Legación Británica, por medio de su agente en Buenos Aires elevaba al Ministerio de Negocios Extranjeros la siguiente comunicación:

«El infrascrito Encargado de Negocios de S.M.B. tiene el honor de informar a S.E. el señor General Guido, Ministro de Negocios Extran­jeros que ha transmitido a su Gobierno el documento oficial firmado por el General Rodríguez y D. Salvador María del Carril en nombre del Gobierno de Buenos Aires y publicado el 10 de junio último, que contiene ciertas medidas para el gobierno de las Islas Malvinas.

«El abajo firmado ha recibido órdenes de su Gobierno para hacer presente a S.E. el General Guido, que al expedirse este decreto se ha arrogado una autoridad incompatible con los derechos de soberanía de S.M.B. sobre las Islas Malvinas.

«Estos derechos, fundados en el primer descubrimiento y subsecuente ocupación de dichas islas fueron sancionados por la restauración del establecimiento británico por S.M.C. en el año 1771, el que había sido atacado y ocupado por una fuerza española el año anterior, y cuyo acto de violencia suscitó acaloradas discusiones entre ambos países.

«El retiro de las fuerzas de Su Majestad de estas islas en el año 1774 no puede considerarse como una renuncia de los justos derechos de Su Majestad Británica. Aquella medida tuvo lugar, siguiendo el sistema económico adoptado en aquel tiempo por el Gobierno de S.M. Británica. Pero se dejaron en las islas vestigios y señales de posesión y propiedad. A la salida de allí del Gobernador, quedó enarbolada la bandera inglesa y se observaron todas las formalidades que indicaban el derecho de propie­dad, así como la intención de volver a ocupar el territorio en mejor tiempo.

«El suscripto en ejecución de las instrucciones de su Gobierno protesta formalmente, en nombre de S.M.B. contra las pretensiones manifestadas por parte de la República Argentina en el precitado decreto de 10 de junio y contra todo procedimiento que haya hecho, ó haga en adelante, en perjuicio de los justos derechos de soberanía que hasta aquí ha ejercido la corona de la Gran Bretaña.

«El infrascrito aprovecha la oportunidad para renovar a S.E. las seguridades de su alta estima y consideración.

«Buenos Aires, Noviembre 19 de 1829. Fdo. Woodbine Parish.

«A S.E. el Sr. General Guido, Ministro de Negocios Extrangeros».

VI

RESOLUCIÓN 1514 (XV) DE LA ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS

DECLARACIÓN QUE PROCLAMA LA CONDENA AL COLONIALISMO[306]

«La Asamblea General.

Consciente de que, en la Carta de las Naciones Unidas, los pueblos del mundo se han declarado resueltos a proclamar de nuevo su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres así como de las naciones grandes y pequeñas, a favorecer el progreso social y a instaurar mejores condiciones de vida en una libertad más grande.

Consciente de la necesidad de crear condiciones de estabilidad y de bienestar, de relaciones pacíficas y amistosas.

«Proclama, solemnemente, la necesidad de poner fin rápida e in-eondicionalmente al colonialismo en todas sus formas y eff todas sus manifestaciones.

«Y, a este fin,

Declara lo que sigue:

«1. La sujeción de. los pueblos a una subyugación, a una dominación o a una explotación e;rtranjera constituye una denegación de los derechos fundamentales del hombre, es contraria a la Carta de las Naciones Uni­das, y compromete la causa de la paz y de la cooperación internacionales.

«2. Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación; en virtud de este derecho, determinan libremente su estatuto político y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural.

«3. La falta de preparación en los terrenos político, económico, social o en e! de la enseñanza no debe ser jamás tomada como pretexto para re­trasar la independencia.

«4. Se pondrá fin a cualquier acción armada o a cualquier medida de represión, de cualquier suerte que sea, dirigida contra los pueblos dependientes, para permitir a estos pueblos ejercer libre y pacíficamente su derecho a la independencia completa, y la integridad de su territorio será respetada.

«5. Serán tomadas medidas inmediatas en los territorios bajo Administración fiduciaria, en los territorios no autónomos, y en cualesquiera otros territorios que todavía no han accedido a la in­dependencia, para transferir todo el poder a los pueblos de esos terri­torios, sin ninguna condición ni reserva, conforme a.su voluntad y a sus votos libremente expresados, sin ninguna distinción de raza, creencia o de color, a fin de permitirles gozar de una independencia y de una li­bertad completas.

«6. Cualquier tentativa dirigida a destruir total o parcialmente la uni­dad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los fines y principios de las Naciones Unidas. V ;

«7. Todos los Estados deben observar fiel y estrictamente las dis­posiciones de la Carta de las Naciones Unidas, de la Declaración uni­versal de los Derechos humanos y de la presente Declaración, sobre la base de la igualdad, de la no injerencia en los asuntos interiores de los Estados y del respeto de los derechos soberanos y de la integridad terri­torial de todos los pueblos.»[307]

VII        ;

ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS,

Resolución 2065 (XX) diciembre de 1965 (aprobada sin oposición).

«Habiendo examinado la cuestión de las Islas Malvinas (Falkland Islands).

«Teniendo en cuenta los capítulos de los informes del Comité Especial encargado de examinar la situación con respecto a la aplicación de la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales concernientes a las Islas Malvinas (Falkland Islands) y en particular las conclusiones y recomendaciones aprobadas por el mismo relativas a dicho territorio,

«Considerando que su resolución 1514 (XV) de 14 de diciembre de 1960 se inspiró en el anhelado propósito de poner fin al colonialismo en todas partes y en todas sus formas, én una de las cuales se encuentra el caso de las Islas Malvinas (Falkland Islands).

«Tomando nota de la existencia de una disputa entre los Gobiernos de la Argentina y del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte acerca de la soberanía sobre dichas islas.

II, Pide a ambos Gobiernos que informen al Comité Especial y a la Asamblea General en el XXI período de sesiones, sobre el resultado de las negociaciones.»

VIII

SERVICIOS BRITÁNICOS DE INFORMACIÓN.— FACETAS DE LA COMMONWEALTH: LAS ISLAS FALKLAND Y SUS DEPEN­DENCIAS.— R (DFS) 4146/66 Sp. Clasificación 11.3-Mayo 1966, Fechas importantes.

«Se cree que las islas Falkland fueron avistadas por el capitán bri­tánico John Davis en 1592, y luego por Hawkins en 1594. Un capitán holandés, Sebald de Weert, las avistó de forma comprobada en 1600. El primer desembarco en las islas Falkland de que se tenga noticia fue hecho en 1690 por el capitán Strong, quien dio a las islas su nombre en honor al vizconte Falkland, Tesorero de la Marina.

«1764. De Bougainville estableció una pequeña colonia francesa en Port Louis, Falkland Oriental..

«1765. Un capitán británico, John Byron, hizo un detallado reconocimiento de la Falkland Occidental y observó la existencia de un buen fondeadero en la isla Saunders, ál cual llamó Port Egmont.

«1766. El capitán Me Bride fundó una colonia británica de unas cien personas en Port Egmont.

«1767. Francia entregó su colonia a España contra el pago dé una suma equivalente a 24.000 libras. Los españoles cambiaron el nombre a la colonia y la llamaron Soledad.

«1770. Una fuerza española expulsó de Port Egmont a los colonos bri­tánicos. Esto llevó a España y Gran Bretaña al borde de lá guerra, pero a! cabo de prolongadas negociaciones, los españoles repudiaron su «violenta empresa», y en 1771 devolvieron Port Egmont a Gran Bretaña que restableció la colonia.

«1774. El Gobierno británico retiró su colonia por razones de economía. Sin embargo, mantuvo su título a la soberanía, y, como se acostumbraba en aquel entonces, se dejó una placa de plomo en la que sé afirmaba qué las Islas Falkland eran del «derecho de propiedad exclusivo» del Rey Jorge III. La colonia española de Falkland Orienta} fue retirada en 1811.

«1820. El Gobierno de Buenos Aires, que se había declarado oficialmente independiente de España en 1816, envió un barco a las Islas Falkland para proclamar su soberanía.

«En la década 1820-1830 se estableció una colonia en Soledad (Port Louis) bajo jefatura de Louis Vernet, a quien el Gobierno de Buenos Aires nombró Gobernador a pesar de las protestas británicas.

«1831. Un buque de guerra de Estados Unidos, él Lexington, destruyó la colonia como represalia por el arresto de tres barcos norteamericanos por Vernet, quien estaba tratando de establecer el control sobre la caza de la foca en las islas.

«1832/1833. Dos barcos de guerra británicos visitaron las islas, ex­pulsaron a los restos de la pequeña guarnición argentina y reanudaron la ocupación de Gran Bretaña, poniendo las islas bajó el cargo de un oficial de la marina de guerra.

» 1841. Se designó un Teniente Gobernador civil, quien se encargó de la administración en 1842. . . ;

«La economía

«El ganado vacuno introducido por los colonos franceses del siglo XVIII se tornó silvestre y se incrementó rápidamente. . .

«Toda la tierra es de dominio pleno, con excepción de unas 28.000 hectáreas de reservas oe la Corona que se pueden ceder en arren­damiento. La mayor parte de la tierra está dividida entre unas pocas grandes granjas, y casi la mitad es propiedad de la Falkland Islands Company.

«Tributación

«En 1962 se suprimieron los gravámenes sobre exportación de lana, se­bo, cueros y pieles, pero subsisten los referentes a productos de la ballena y de la foca. Se han concertado arreglos con la Gran Bretaña, Nueva Zelanda, Canadá, Suecia, Dinamarca, Noruega, México y los Estados Unidos para evitar la doble imposición.

«Moneda y banca.

«La moneda es la británica, pero existen billetes de banco locales de 5 libras esterlinas, 1 libra esterlina y 10 chelines que son intercambiables a la par con esterlina. . .

«Las dependencias de las Islas Falkland.

«Los territorios situados al sur de la latitud 60° Sur que antes forma­ban parte de las Dependencias de las Islas Falkland, es decir, las Islas Oreadas del Sur, las Islas Shetland del Sur y la península de la Antártida, junto con el sector del continente antartico comprendido entre las longi­tudes de 20° y 80° Oeste, se constituyeron como colonia separada el 3 de marzo de 1962 con el nombre de Territorio Antartico Británico. Este abarca todos los territorios británicos situados en la zona afectada por el Tratado del Antartico, firmado en 1959 y ratificado en 1961, en virtud del cual todos los países signatarios convinieron que durante 30 años, por lo menos, todas las reclamaciones territoriales relativas a la zona al sur de la latitud 60° S. quedarían congeladas.

Reclamaciones territoriales de la Argentina. «Las Islas Falkland.

«Argentina ha aducido durante muchos años una reclamación de so­beranía sobre las Islas Falkland, fundándose principalmente en que es heredera de los derechos que para si reclamaba España en el siglo dieciocho. El Gobierno británico ha declarado que no tiene ninguna duda respecto a su propia soberanía sobre las islas, las cuales han estado ocupadas continua, pacífica y efectivamente por Gran Bretaña desde 1833. . .

«Las Dependencias.

«Argentina ha aducido de cuando en cuando reclamaciones a las Dependencias de las Islas Falkland y continúa haciéndolo. Estas reclamaciones se han basado en diferentes ocasiones en la proximidad a Argentina y en la alegada herencia del título de España. Argentina reclamó para sí por primera vez Georgia del Sur en 1927, y las Islas Sandwich del Sur en 1948. El Gobierno británico rechaza todas  estas reclamaciones como carentes de fundamento jurídico o histórico. En 1947 y subsiguientemente Gran Bretaña ofreció someter la disputa sobre las reclamaciones argentinas a las Dependencias de las Islas Falkland., tales como eran entonces, al Tribunal Internacional de Justicia, y en 1955 oí Gobierno británico solicitó unilateralmente al Tribunal que pusiera remedio a las intrusiones contra la soberanía británica en las Depen­dencias por parte de Argentina, y también de Chile.

«Sin embargo, Argentina, así como también Chile, se negaron a some­terse a la jurisdicción del Tribunal en esta cuestión. . .»

IX

PRIMER CONSENSO DE LA ASAMBLEA GENERAL SOBRE LA CUESTION MALVINAS

20 de diciembre de 1966.

«Con referencia a la Resolución 2065 (XX) de la Asamblea General, de 16 de diciembre de 1965, relativa a la cuestión de las Islas Malvinas (Falkland Islands), la Cuarta Comisión tomó nota de las comunicaciones de fecha 15 de diciembre de 1966. enviadas por la Argentina y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. En relación con este tema la Comisión llegó a un consenso en favor de que se instara a ambas partes a que continuaran las negociaciones con objeto de lograr lo antes posible una solución pacífica del problema y a que mantuvieran debidamente informados al Comité Especial encargado de examinar la situación con respecto a la aplicación de la Declaración sobre la concesión de la in­dependencia a los países y pueblos coloniales y a la Asamblea General acerca de la marcha de las negociaciones sobre esta situación colonial, cuya eliminación interesa a las Naciones Unidas dentro del marco de la Resolución 1514 (XV) de la Asamblea General, de fecha 14 de diciembre de 1960.»

X

RESOLUCIÓN 2621 (XXV) DE LA ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS

En conmemoración del vigesimoquinto aniversario de las Naciones Unidas y del décimo aniversario de la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el 12 de octubre de 1970 la Resolución 2621 (XXV) sobre el programa de actividades para la plena aplicación de la Declaración.

«La Asamblea General[308]

«1) Declara que la continuación del colonialismo en toda i sus formas y manifestaciones es un crimen que viola la Carta de las Naciones Unidas, la declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pue­blos coloniales y los principios del derecho internacional;

III) Adopta el siguiente programa de actividades:

«1) Los Estados Miembros harán todo lo posible para promover en las Naciones Unidas y en las instituciones y organizaciones internacionales asociadas con las Naciones Unidas, las medidas eficaces para lograr la plena aplicación de la Declaración sobre la concesión de la indepen­dencia a los países y pueblos coloniales a todos los territorios en fi­deicomiso, no autónomos y demás territorios coloniales, grandes y peque­ños, incluso la adopción de medidas efectivas por el Consejo de Seguri­dad..:,

«3). . . b) adopción de medidas que aseguren la plena aplicación de la resolución 1514,. . .

i) de ampliar el alcance de las sanciones contra el régimen ilegal de Rhodesia del Sur, declarando obligatorias todas las medidas establecidas en el artículo 41 de la Carta de las Naciones Unidas. . .

«4) Los Estados Miembros emprenderán una campaña enérgica y sostenida contra las actividades y prácticas de los intereses extranjeros económicos, financieros y de otro tipo que actúan en los territorios coloniales para beneficio y a nombre de las potencias coloniales y de sus aliados, ya que aquéllas constituyen uno de los principales obstáculos para el logro de los objetivos enunciados en la resolución 1514 (XV). Los Estados Miembros considerarán la adopción de las medidas necesarias para lograr que sus nacionales y las compañías que estén bajo su juris­dicción pongan fin a tales actividades y prácticas; dichas medidas ten­drán también por objeto evitar la afluencia sistemática de inmigrantes extranjeros a los territorios coloniales, que quebranta la integridad y la unidad social, política y cultural de las poblaciones bajo dominio colonial. . .

«7) Todos los Estados adoptarán medidas destinadas a lograr una mayor conciencia en el público de la necesidad de prestar ayuda activa para lograr la descolonización completa.

«8) Las Naciones Unidas y todos los Estados intensificarán sus es­fuerzos en materia de información pública con respecto a la des­colonización, valiéndose de todos los medios, incluso publicaciones, radio y televisión. . .»

XI

DECLARACIÓN CONJUNTA ; lº de julio de 1971

En la ciudad de Buenos Aires, del 21 al 30 de julio de 1971, con­tinuaron las conversaciones especiales sobre comunicaciones y mo­vimiento entre el territorio continental argentino y las islas Malvinas entre las delegaciones de la República Argentina y del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, esta última con participación de isle­ños. Las conversaciones tuvieron lugar dentro del marco general de las negociaciones recomendadas por la Resolución 2065 (XX) de la Asamblea General de las Naciones Unidas y de conformidad con las cartas dirigidas al Secretario General de la Organización por los Representantes Permanentes de ambos países el 21 de noviembre de 1969 y el 11 de diciembre de 1970.

Los delegados llegaron a la conclusión que, sujeto a la aprobación de sus respectivos gobiernos, deberían ser adoptadas las siguientes medidas en el entendimiento de que ellas pueden contribuir al proceso de una solución definitiva de la disputa sobre las Islas entre los dos Gobiernos a la qué sé refiere la Resolución 2065 (XX) antes mencionada.

1) Con él fin de tratar las cuestiones que pudieran surgir en el esta­blecimiento y promoción de las comunicaciones entre el territorio con­tinental argentino y las Islas Malvinas en ambas direcciones, incluidas las relativas al movimiento de personas, las que pudieran presentarse a los residentes de las Islas mientras se encuentren en territorio continental argentino y a los residentes de esta última mientras se encuentren en las Islas, se establecerá tina Comisión Consultiva Especial constituida por representantes del Ministerio de Relaciones Exteriores argentino y de la Embajada británica, con sede en Buenos Aires. La Comisión tendrá sus representantes en Puerto Stanley que  informarán a la misma.

2) El Gobierno argentino otorgará un documento, según el modelo anexo, a los residentes en las islas Malvinas, sin referencia a la nacionali­dad, que deseen viajar al territorio continental argentino y que permitirá su libre desplazamiento en él.

El mismo documento emitido por el Gobierno Argentino será el único documento requerido a los residentes del territorio continental argentino para viajar a las islas Malvinas.

3) Los residentes en las Islas serán declarados por el Gobierno ar­gentino exentos del pago de derechos é impuestos y de cualquier otra obligación como resultado de actividades en las Islas. Además, los resi­dentes en las Islas que se trasladen al territorio continental argentino para prestar servicios en actividades relacionadas con las comunicaciones estarán exentos de impuestos por sus salarios y otros beneficios que reci­ban de sus empleadores británicos.

El Gobierno británico no demandará el pago de impuestos a los resi­dentes provenientes de territorio continental argentino que presten servicios en las Islas en actividades relacionadas con las comunicaciones por sus salarios y otros beneficios que reciban de sus empleadores ar­gentinos.

4) El Gobierno argentino tomará las medidas prácticas necesarias para que el equipaje normal de los residentes en las Islas Malvinas que viajen entre ellas y el territorio continental argentino, cualquiera sea la dirección, esté libre de todo pago de derechos e impuestos.

Los residentes de las islas Malvinas estarán exentos del pago de todos los derechos e impuestos respecto de sus equipajes y efectos del hogar y automóviles que pasen directamente a través del territorio continental argentino hacia las islas Malvinas o que pasen a través del territorio continental argentino con destino al extranjero.

El Gobierno británico tomará las medidas necesarias para que el equipaje «normal de los residentes en el territorio continental argentino que viajen a las islas Malvinas o desde éstas al territorio continental argentino esté exento de todo pago de derechos e impuestos.

5) El Gobierno argentino tomará las medidas necesarias para que todo residente en las islas Malvinas que establezca su domicilio en el territorio continental argentino pueda ingresar, por una sola vez libre de derechos e impuestos, todos sus efectos personales, del hogar y un automóvil.

Igualmente el Gobierno británico tomará las medidas necesarias para que todo residente en territorio continental argentino que establezca su domicilio en las islas Malvinas pueda ingresar, por una sola vez libre de derechos e impuestos, todos sus efectos personales, del hogar y un automóvil.

6) Los Gobiernos argentino y británico facilitarán en el territorio continental argentino y en las islas Malvinas, respectivamente, el tránsito, la residencia y las tareas de las personas directamente vinculadas con las medidas prácticas adoptadas para realizar y promover las comunicaciones y movimiento.

7) El Gobierno británico tomará las medidas necesarias para el esta­blecimiento de un servicio marítimo regular de pasajeros, carga y correspondencia entre las islas Malvinas y el territorio continental ar­gentino.

8) El Gobierno argentino tomará las medidas necesarias para el esta­blecimiento de un servicio aéreo regular de frecuencia semanal de pasa­jeros, carga y correspondencia entre el territorio continental argentino y las islas Malvinas.

9) Mientras no se concluya la construcción del aeródromo de Puerto Stanley, el Gobierno Argentino proveerá de un servicio aéreo temporario con aviones anfibios entre el territorio continental argentino y las islas Malvinas, para pasajeros, carga y correspondencia. Este servicio será examinado periódicamente a la luz del progreso en la construcción del aeródromo antes mencionado.

10) Ambos Gobiernos cooperarán en la simplificación de las prácticas, reglamentaciones y documentación del transporte marítimo y aéreo, teniendo en cuenta la necesidad de promover y agilitar las comunicaciones.

11) Con el fin de facilitar el movimiento de personas que hayan nacido en las islas Malvinas el Gobierno argentino tomará las medidas necesarias para exceptuarlas de todas las obligaciones de enrolamiento y de servicio militar.

El Gobierno británico declarará que en las islas Malvinas no existen obligaciones de enrolamiento para incorporarse al servicio militar.

12) Ambos Gobiernos estudiarán e intercambiarán puntos de vista para facilitar el comercio y para permitir una mayor fluidez en las transacciones comerciales.

13) Los Gobiernos argentino y británico tomarán las medidas necesarias para que las comunicaciones postales, telegráficas y tele­fónicas entre el territorio continental argentino y las islas Malvinas en ambas direcciones sean lo más eficientes y expeditivas posible.

14) Las tarifas para las comunicaciones postales, telegráficas y tele­fónicas entre el territorio continental argentino y las islas Malvinas en ambas direcciones serán iguales a las internas del lugar de origen de las comunicaciones.

15) Los sellos de correo de la correspondencia entre el territorio continental argentino y las islas Malvinas en cualquiera de las dos direcciones serán cancelados con un sello que se refiera a esta Declaración conjunta. Las sacas de correspondencia serán selladas en forma similar.

16) El Gobierno argentino estará dispuesto a cooperar en los campos de la salud, educacional, agrícola y técnico en respuesta a requerimientos que pudieran formulársele.

El Gobierno argentino tomará las medidas necesarias para obtener plazas en escuelas en territorio continental argentino para los hijos de residentes en las islas Malvinas y ofrecerá becas que serán anunciadas periódicamente y cuyo número se decidirá a la luz de los requerimientos locales.

Ambos Gobiernos continuarán su intercambio de puntos de vista en las materias referidas en este párrafo.

17) Las conversaciones continuarán a través de los canales diplomá­ticos habituales y la próxima reunión tendrá lugar en Puerto Stanley en 1972.

18) Si cualquiera de los dos Gobiernos decidiera dejar sin efecto las medidas referidas precedentemente, deberá anunciar tal decisión al otro Gobierno con seis meses de anticipación.

Inicialada en Buenos Aires el 1er. día de julio de 1971, por los Jefes de las delegaciones respectivas.

XII

Buenos Aires, 5 de agosto de 1971

A S.E. el señor Encargado de Negocios

del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte

D. THEOPHILUS PETERS

Buenos Aires

EXCELENCIA:

Tengo el honor de dirigirme a Vuestra Excelencia con el objeto de acusar recibo de su atenta nota del día de la fecha, cuyo texto transcribo a continuación:

«Tengo el honor de referirme a la Resolución 2065 (XX) de la Asamblea General de las Naciones Unidas del 16 de diciembre de 1965 y a las cartas de fecha 21 de noviembre de 1969 y 11 de diciembre de 1970, dirigidas por los Representantes Permanentes de la República Argentina y del Reinó Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte ante las Naciones Unidas al Secretario General de la Organización en la cuestión de las Islas Malvinas, así como a la Declaración Conjunta sobre comu­nicaciones -y movimiento entré él territorio continental argentino y las islas Malvinas, inicialada en Buenos Aires por los representantes de los dos Gobiernos el Io de julio, de 1971, para informar á Vuestra Excelencia que el Gobierno del Reino Unido está dispuesto a concluir un acuerdo con el Gobierno de la República Argentina en los siguientes términos: »

1.- a) Si bien subsiste divergencia entre los dos Gobiernos en cuanto a las circunstancias que deberían existir para una solución definitiva de la disputa acerca de la soberanía sobre las Islas Malvinas; nada de lo contenido en la Declaración Conjunta antes citada, y aprobada por nuestros dos Gobiernos en el día de la fecha, podrá ser interpretada como:

i) Una renuncia por cualquiera de los dos gobiernos a derecho alguno de soberanía territorial sobre las Islas Malvinas;

ii) Un reconocimiento o apoyo de la posición del otro Gobierno acerca de la soberanía territorial sobre las Islas Malvinas;

b) Ningún acto o actividad que se lleve a cabo como consecuencia de haber sido puesta en ejecución la Declaración Conjunta antes menciona­da y mientras ella esté en ejecución podrá constituir fundamento para afirmar, apoyar o denegar, la posición de cualquiera de los dos Gobiernos acerca de la soberanía territorial sobre las Islas Malvinas.

2.- Cualquiera de los dos Gobiernos podrá denunciar este acuerdo sujeto a una notificación previa por escrito de seis meses.

Si lo manifestado precedentemente es aceptable para el Gobierno de la República Argentina, tengo el honor de proponer que esta nota con­juntamente con la respuesta de Vuestra Excelencia en el mismo tenor, constituya un acuerdo entre los dos Gobiernos que entrará en vigor en la fecha de su respuesta.,

Aprovecho la oportunidad para renovar a Vuestra Excelencia las seguridades de mi más alta consideración.»

Al comunicar a Vuestra Excelencia la conformidad del Gobierno argentino con los términos de la nota transcripta, cuyo texto y el de esta repuesta constituyen un acuerdo entre ambos Gobiernos, aprovecho la oportunidad para reiterar a Vuestra Excelencia las seguridades de mi más alta y distinguida consideración.

Luis María de Pablo Pardo Ministro

de Relaciones Exteriores y Culto

XIII

NACIONES UNIDAS ASAMBLEA GENERAL

Vigésimo octavo período de sesiones, Tema del programa provisional

Distr, GENERAL  A/9121. 17 agosto 1973

ORIGINAL: ESPAÑOL

APLICACIÓN DÉ LA DECLARACIÓN SOBRE LA CONCESIÓN DE LA INDEPENDENCIA A LOS PAÍSES Y PUEBLOS COLONIALES

Carta de fecha 15 de agosto de 1973 dirigida al Secretario General por el Representante Permanente de la Argentina ante las Naciones Unidas

Tengo el honor de dirigirme a Vuestra Excelencia y por su intermedio al Comité Especial y a la Asamblea General, por instrucciones expresas de mi Gobierno y en cumplimiento de la obligación de informar emanada de la resolución 2065 (XX) de 16 de diciembre de 1965 y del consenso adoptado por la Asamblea General el 20 de diciembre de 1971, para ponerlo al tanto de la marcha de las negociaciones tendientes a encontrar una solución pacífica a la disputa de soberanía sobre las Islas Malvinas.

A este respecto, el Gobierno argentino lamenta comunicar que el proceso de negociación se halla virtualmente paralizado como consecuencia de la actitud adoptada por el Gobierno del Reino Unido.

El Comunicado conjunto de enero de 1966, suscripto entre los Ministros de Relaciones Exteriores de ambos países, reflejó un acuerdo para «proseguir sin demora las negociaciones recomendadas» en Ja cita­da resolución.

Como consecuencia de este comunicado se realizaron negociaciones en julio y noviembre de ese año en Londres. El 20 de diciembre de 1966 el primer consenso de la Asamblea General sobre Malvinas instó «a ambas partes a que continuaran las negociaciones con el objeto de lograr lo antes posible una solución pacífica» y a informar al Comité Especial y a la Asamblea General sobre su desarrollo.

Las negociaciones prosiguieron durante 1967, reduciéndose el área de divergencia, de lo que se informó a la Asamblea General, la cual adoptó el 19 de diciembre un segundo consenso semejante al primero. Fue ya evi­dente que la materia en discusión no podía ser otra que el reconocimiento de la soberanía argentina sobre las Islas y su restitución al patrimonio de la República, vinculada a la mejor disposición demostrada por mi Gobierno para reconocer las garantías y salvaguardias que asegurarían los intereses de los isleños.

Los progresos aparentemente considerables de la negociación permi­tieron entonces arribar a una fórmula conjunta que hubiera significado, en agosto de 1968, avanzar concretamente hacia una solución si el Gobierno británico no se hubiera negado finalmente a materializarla.

A partir de entonces se inicia en la negociación sobre soberanía un estancamiento que perdura, no obstante los esfuerzos realizados por mi Gobierno para activarla.

A pesar de ello la República Argentina decidió, sin perder de vista el objetivo final de la negociación y con el deseo de promover el bienestar de los habitantes de las Islas, mantener conversaciones especiales sobre las medidas para la promoción de las comunicaciones entre el territorio continental argentino y las Islas. Tal como se señala en las cartas envia­das al Secretario General por los Representantes Permanentes de ambos países el 21 de noviembre de 1969, las mismas tuvieron lugar siempre «en el marco general» de las negociaciones dispuestas por la resolución 2065 (XX), que los consensos de la Asamblea General de 1969 y 1971 instaban a continuar «para alcanzar, a la brevedad posible, una solución definitiva de la disputa».

Como resultado de dichas conversaciones, en 1972 y 1973, el Gobierno argentino adoptó una serie de medidas que significaron importantes beneficios para la población malvinense. Así por ejemplo, se dejó defini­tivamente establecido el servicio semanal de transporte aéreo de pasa­jeros, carga y correspondencia entre el territorio continental argentino y las Islas Malvinas; la Fuerza Aérea Argentina construyó un aeródromo en la ciudad de Puerto Stanley que permitió la acción de aviones con rue­das; se continuó con la adjudicación de becas a jóvenes malvinenses a fin de que cursen estudios en el territorio continental argentino; se promo­vieron y se realizaron transacciones comerciales con las Islas; se esta­blecieron servicios regulares de correos, radiotelegráficos y telefónicos; el ente estatal petrolífero argentino construyó una planta de almacenaje de combustible para aviación en Puerto Stanley y suministra periódicamente por intermedio de sus buques – tanques otros combustibles; se fomentó el turismo; se prestó servicio de evacuación y asistencia sanitaria a isleños necesitados de atención médico-hospitalaria adecuada, etc., todo ello de acuerdo con la Declaración conjunta argentino-británica del Io de julio de 1971.

La última rueda de conversaciones especiales sobre comunicaciones tuvo lugar en noviembre de 1972 en Puerto Stanley. Pero previamente, y como iniciativa de mi país, se había previsto en el comunicado conjunto del 13 de octubre de ese año la realización para el primer semestre de 1973 de una rueda de tratativas en Londres para dar cumplimiento a la resolución 2065 (XX) y consensos subsiguientes de la Asamblea General. Entretanto, la falta de progresos concretos demoró el suministro de información a las Naciones Unidas sobre la marcha de negociaciones.

Por ese entonces, fue haciéndose progresivamente evidente que había ocurrido un cambio sustancial en la posición del Reino Unido sobre esta materia, con relación a la que había adoptado desde los primeros con­tactos mantenidos con el Gobierno argentino a partir de principios de 1966.

En efecto, a través de distintas expresiones verbales y documentales efectuadas al más alto nivel, el Gobierno británico dio a sostener que la rueda de reuniones a realizarse en 1973 no podía ser denominada de «negociaciones» ya que en su opinión, sólo se trataba de «conversaciones propongan realmente arribar a una efectiva solución, demorando así el proceso de descolonización.

Mi Gobierno, que ha dado innumerables pruebas de mesura y pon­deración en este asunto, pese a la legítima impaciencia y el fervor emotivo que el pueblo argentino siente respecto de la recuperación de una parte de su territorio nacional, insiste categóricamente en que la negociación no debe sufrir más demoras injustificadas y sujetarse a lo establecido por la resolución 2065 (XX). La actitud negativa del Gobierno británico obliga al Gobierno de la República Argentina a exigir que la negociación no se vea afectada por nuevas demoras, por lo que se torna imperioso que el Gobierno del Reino Unido contribuya activamente para solucionar de­finitivamente el conflicto de soberanía. A tal efecto, demanda al Gobierno británico que proceda a’ continuar, sin otras dilaciones, la negociación dentro del marco de la citada resolución y consensos subsiguientes, con el objeto de lograr a la brevedad la eliminación de esta situación colonial. Objetivo éste que no sólo interesa sobremanera a la República Argentina sino a toda la comunidad internacional, consus­tanciada en la necesidad de poner inmediato fin a todos los residuos del colonialismo que existen en el mundo.

Mi país está convencido de que esa solución se posterga ya excesi­vamente y tiene el derecho de requerir de Gran Bretaña el cumplimiento de la resolución 2065 (XX) bajo cuyo mandato se ha iniciado y proseguido la conversación. Mi Gobierno reitera además su decisión de garantizar amplia y adecuadamente los derechos e intereses de los pobladores de las Malvinas al producirse la devolución de las Islas a la República.

El Gobierno argentino se ve en la necesidad de aclarar que la falta de solución de esta disputa, en un plazo breve y razonable, hará ineludible un reexamen profundo de la política que ha seguido hasta el presente, basada en la buena fe y en el acatamiento de los principios de la Carta y las resoluciones de las Naciones Unidas. El poner término a la ocupación colonial de las Islas Malvinas, pedazo del territorio que le fuera arranca­do por la fuerza hace casi siglo y medio, no sólo es un objetivo fun­damental y permanente de la política exterior argentina, sino que es también una responsabilidad de las Naciones Unidas.

Al respecto, me veo en la necesidad de llamar la atención de los or­ganismos pertinentes de las Naciones Unidas a fin de que adopten las decisiones adecuadas.

Mucho agradeceré a Vuestra Excelencia quiera tener a bien hacer distribuir esta comunicación como documento de la Asamblea General y que al mismo tiempo sea transmitida al Comité Especial encargado de examinar la situación con respecto a la aplicación de la Declaración sobre la Concesión de la Independencia a los Países y Pueblos Coloniales.

(Firmado)      Carlos ORTIZ DE ROZAS

Embajador

Representante Permanente

XIV

Distr. GENERAL

A/AC. 109/436

22 agosto 1973

NACIONES UNIDAS ASAMBLEA GENERAL

COMITÉ ESPECIAL ENCARGADO DE EXAMINAR LA SI­TUACIÓN CON RESPECTO A LA APLICACIÓN DE LA DECLARACIÓN SOBRE LA CONCESIÓN DE LA INDEPENDENCIA A LOS PAÍSES Y PUEBLOS COLONIALES

CUESTIÓN DE LAS ISLAS MALVINAS (ISLAS FALKLAND)

Resolución aprobada por el Comité Especial en su 941a. sesión, celebra­da el 21 de agosto de 1973.

Habiendo examinado la cuestión de las Islas Malvinas (Islas Falkland); Recordando la resolución 1514 (XV) de la Asamblea General, del 14 ele diciembre de 1960, que contiene la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales,

Recordando asimismo la resolución 2065 (XX) de la Asamblea General, del 16 de diciembre de 1965; que invita a los Gobiernos de Ja Argentina y del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte a proseguir sin demora las negociaciones recomendadas por este Comité Especial a fin de encontrar una solución pacífica al problema de las Islas Malvinas (Islas Falkland), teniendo debidamente en cuenta las dis­posiciones y los objetivos de la Carta de las Naciones Unidas y de la resolución 15I4~ (XV), así como los intereses de la población cié las Islas Malvinas (Islas Falkland),

Gravemente preocupado por el hecho de que han transcurrido ocho años desde la resolución 2065 (XX) de la Asamblea General sin que se hayan producido progresos sustanciales en las negociaciones,

Considerando que la resolución 2065 (XX) indica que la manera de poner fin a esta situación colonial es la solución pacífica del conflicto de soberanía entre los Gobiernos de la Argentina y del Reino Unido con respecto a dichas islas;

Tomando nota de la carta del Representante Permanente de la Argentina en la que informa acerca del estado actual de las negociaciones entre ambas partes y de la posición de su Gobierno respecto de la necesi­dad de reanudar adecuadamente tales negociaciones;

Expresando su reconocimiento por los continuos esfuerzos realizados por el Gobierno de la Argentina, conforme con las pertinente decisiones de la Asamblea General, para facilitar el proceso de descolonización, y promover el bienestar de la población de las islas,

1. Declara la necesidad de que se aceleren las negociaciones previstas eh la resolución 2065 (XX) de la Asamblea General entre los Gobiernos de la Argentina y del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte para arribar a una solución pacífica de la disputa de soberanía existente entre ambos sobre las islas Malvinas (Islas Falkland);

2. Urge en consecuencia a los Gobiernos de la Argentina y del Reino Unido para que, sin demora, prosigan las negociaciones para poner término a la situación colonial;

3. Pide a ambos Gobiernos que informen al Secretario General y a la Asamblea General lo antes posible, y a más tardar en su vigésimo noveno período de sesiones, acerca de los resultados de las negociaciones en­comendadas.

XV

Distr. General

A/9124

22 agosto 1973

NACIONES UNIDAS ASAMBLEA GENERAL Vigésimo octavo período de sesiones Tema 23 del programa provisional[309]

APLICACIÓN DE LA DECLARACIÓN SOBRE LA CONCESIÓN DE LA INDEPENDENCIA A LOS PAÍSES Y PUEBLOS COLONIALES

Carta de fecha 21 de agosto de 1973 dirigida al Secretario General por el Representante Permanente del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte ante las Naciones Unidas

Siguiendo instrucciones de mi Gobierno, tengo el honor de referirme a ‘a cuestión de las Islas Falkland. Desde la aprobación de la resolución 2065 (XX) de la Asamblea General, el propósito común de los Gobiernos de la Argentina y sí Reino Unido ha sido examinar, de acuerdo con esa resolución, todos los medios posibles de lograr una solución pacífica del problema definido en esa resolución. Las cartas, las últimas de las cuales fueron las del 12 de agosto de 1971 (A/8368, A/8369), que dirigieron en años sucesivos a Vuestra Excelencia y a sus predecesores los represen­tantes de la Argentina y el Reino Unido, constituyen una constancia de los progresos logrados, confirmada por ambos Gobiernos, que el Gobierno de Su Majestad sigue considerando como la constancia sus­tancial y correcta dé los intercambios de puntos de vista efectuados entre ambos Gobiernos hasta esa fecha.

En las reuniones realizadas desde entonces no ha surgido motivo al­guno para suponer que haya habido algún cambio en la posición sosteni­da constantemente por el Gobierno del Reino Unido. En la reunión cele­brada en Londres en abril de 1973, las posiciones de ambas partes fueron examinadas con arreglo a un procedimiento en que se había convenido en marzo de 1972, en el curso de la visita a Buenos Aires del Ministro de Estado, Sr. Godber. Durante esa visita, fueron expuestas con claridad las opiniones que había sustentado constantemente el Gobierno del Reino Unido acerca del alcance de las conversaciones. Sin embargo, en la reunión celebrada en Londres, luego de una nueva exposición de los puntos de vista del Gobierno del Reino Unido, la delegación de la Argentina decidió no continuar la reunión ni considerar concretamente los términos en que los progresos logrados hasta esa fecha podrían ser comunicados a Vuestra Excelencia de común acuerdo, como se había hecho en años anteriores, hasta el 12 de agosto de 1971, a pesar de que los términos de una comunicación con ese objeto ya habían estado siendo examinados por ambas partes y eran aceptables para el Gobierno del Reino Unido. El Gobierno del Reino Unido acepta que con los sucesivos cambios de gobierno en la Argentina era inevitable que hubiera algunas demoras en la reanudación de las conversaciones por la vía diplomática; sin embargo, tenía la esperanza de que tales conversaciones pudieran realizarse a fin de convenir en un informe conjunto.

El Gobierno del Reino Unido toma nota del deseo del Gobierno de la Argentina de lograr una pronta solución del problema. Por su parte, el Gobierno del Reino Unido reitera su disposición a reanudar las con­versaciones, teniendo presente que, de conformidad con las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas y los principios de la resolución 1514 (XV) de la Asamblea General, es fundamental que en toda solución se reconozca el derecho de los habitantes de las Islas Falkland a la libre de­terminación y se les permita expresar sus deseos al respecto.

Agradecería que la presente carta se hiciera distribuir como documento de la Asamblea General.

(Firmado) Donald MAITLAND

XVI

Distr.

GENERAL

Vigésimo octavo período de sesiones A/9241

Tema 9 del programa 22 octubre 1973

ESPAÑOL

ORIGINAL: INGLES

NACIONES UNIDAS ASAMBLEA GENERAL

DEBATE GENERAL

Carta de fecha 19 de octubre de 1973 dirigida al Secretario General por el Representante Permanente del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte ante las Naciones Unidas.

Tengo el honor de referirme a la declaración de Su Excelencia el Ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina en la 2.139a. sesión plenaria de la Asamblea General, celebrada el 3 de octubre de 1973, en la que habló de las diferencias pendientes entre su Gobierno y el mío con respecto a las Islas Falkland.

En su discurso, el Ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina se refirió al estado de «estancamiento» al que, según dijo, ha­bían llegado las negociaciones entre los dos Gobiernos. Si éste es el caso, no ha ocurrido porque el Gobierno del Reino Unido así lo haya deseado. Como expliqué a Vuestra Excelencia en mi carta del 21 de agosto (A/9124) no fue el Gobierno del Reino Unido el que se negó a continuar la serie de conversaciones más reciente ni fue mi Gobierno el que se rehusó a cumplir el acuerdo logrado anteriormente entre ambos Gobiernos en cuenta a la base de tales conversaciones.

Mi Gobierno está dispuesto a renovar las negociaciones en breve y a seguir estudiando con el Gobierno de la República Argentina, de con­formidad con la resolución 2065 (XX) de la Asamblea General, todos los medios posibles de lograr una solución del problema definido en esa resolución. En consecuencia, mi Gobierno acoge con agrado la declaración del Ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina de que su Gobierno tiene la intención de seguir la vía de la negociación.

Como recordará Vuestra Excelencia por comunicaciones anteriores dirigidas al predecesor de Vuestra Excelencia tanto por mi Gobierno como por el Gobierno de la República Argentina, el progreso en las conversaciones entre los dos Gobiernos en los últimos años ha sido consi­derable. Este progreso se ha de medir no sólo por lo que ha ocurrido en la mesa de conferencias, sino también —teniendo presentes las dis­posiciones de la Carta de las Naciones Unidas, los principios en que se basa  la resolución 1514 (XV) de la Asamblea General y el derecho inalienable de los habitantes de las Islas Falkland a la libre deter­minación — en el nivel práctico de las comunicaciones. A este respecto, la aportación argentina ha sido considerable y ha contribuido mucho a poner fin al aislamiento en que se hallaban los habitantes de las Islas Falkland de su vecino continental.

En su discurso, el Ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina se refirió ala historia de las Islas Falkland en términos que no cabía esperar que yo pudiera aceptar y las describió como parte del terri­torio nacional argentino. He recibido instrucciones de afirmar que mi Gobierno no tiene dudas acerca de su soberanía sobre las Islas Falkland y deseo reservar oficialmente el derecho del Gobierno del Reino Unido so­bre esta cuestión. Al mismo tiempo se me han dado instrucciones de afirmar que, cualesquiera que sean las opiniones del Gobierno argentino acerca de la soberanía sobre las Islas Falkland, mi Gobierno se resiste a creer que el Gobierno de la República Argentina desee solución alguna de las diferencias entre los dos Gobiernos que sea contraria a los deseos expresados por los habitantes de las Islas Falkland.

Por último, quisiera expresar la esperanza de mi Gobierno de que las futuras conversaciones prosigan en el espíritu constructivo del inter­cambio de notas del 5 de agosto de 1971 y de los arreglos conexos entre los dos Gobiernos en los que se dispone el aumento de los contactos y las comunicaciones entre las Islas Falkland y la República Argentina. Mi Gobierno espera que las conversaciones futuras contribuyan al objetivo común de hallar una solución al problema en su conjunto y reafirma su intención de seguir estudiando con todos los interesados los medios de lograrlo.

Agradecería que se hiciera distribuir la presente carta como documento de la Asamblea General.

(Firmado) Donald MAITLAND

XVII

Vigésimo octavo período de sesiones Tema 23 del programa

NACIONES UNIDAS ASAMBLEA GENERAL APLICACIÓN DE LA DECLARACIÓN SOBRE LA CONCESIÓN DE LA INDEPENDENCIA A LOS PAÍSES Y PUEBLOS COLONIALES

Carta de fecha 5 de noviembre de 1973 dirigida al Secretario General por el Representante Permanente de la Argentina ante las Naciones Unidas

En cumplimiento de expresas instrucciones de mi Gobierno, tengo el honor de dirigirme a Vuestra Excelencia para referirme a las cartas de fecha 21 de agosto (A/9124) y 19 de octubre de 1973 (A/9247), remitidas por el Representante Permanente del Reino Unido, en relación con la cuestión de las Islas Malvinas.

El Gobierno argentino no puede pasar por alto ciertos conceptos verti­dos en ambas notas. En la primera de ellas, el Gobierno del Reino Unido, invocando las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas y los principios de la resolución 1514 (XV) de la Asamblea General, pretende supeditar «una pronta solución» de la cuestión de las Malvinas al reconocimiento del derecho de los habitantes «a la libre determinación» y a que «se les permita expresar sus deseos» En la segunda, afirma que «se resiste a creer que el Gobierno de la República Argentina desee solución alguna de las diferencias entre los dos Gobiernos que sea contraria a los deseos expresados por los habitantes de las Islas. . .» En esta misma nota se arguye que los progresos alcanzados en las así denominadas «con­versaciones» se han de medir no sólo por lo ocurrido en la mesa de conferencias, sino también en lo alcanzado en cuanto a apertura de comunicaciones – teniendo presente, entre otros elementos, «el derecho inalienable de los habitantes de las Islas. . . a la libre determinación».

A este respecto, corresponde recordar que la resolución 2065 (XX) de la Asamblea General ya ha legislado sobre el particular, cerrando ca­tegóricamente toda vía de interpretación equivocada. En efecto el párrafo 1 de la parte dispositiva de la mencionada resolución de la Asamblea expresa:

«1. Invita a los Gobiernos de la Argentina y del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte a proseguir sin demora las negociaciones recomendadas por el Comité Especial encargado de examinar la si­tuación con respecto a la aplicación de la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales a fin de encontrar una solución pacífica al problema, teniendo debidamente en cuenta las disposiciones y los objetivos de la Carta de las Naciones Unidas y de la resolución 1514 (XV), así como los intereses de la población de las Islas Malvinas (Falkland Islands)»

Es de notar que en el texto que antecede no se hace referencia alguna a los «deseos» de la población ni tampoco al derecho de libre deter­minación. Ello no ha sido casual. Por el contrario, la Asamblea General sabiamente fijó las bases para una solución lógica de un problema que presenta características particulares y que no es susceptible de paralelismos o analogías con otras cuestiones coloniales que aún subsisten en el mundo.

Esa preocupación —tardía y fuera de lugar— de respetar el derecho a la autodeterminación sería encomiable y legítima si el Reino Unido hubiera consultado sobre sus deseos a la población originaria de las Islas Malvinas, antes de proceder a su desplazamiento por la fuerza y a su sustitución por pobladores británicos en 1833, como consecuencia de la anexión de dicho territorio a su imperio. En estrecha relación con esto último, no debe olvidarse que el desplazamiento de la población originaria y el trasplante por otra, ajena a la región, no es un problema que carezca de actualidad. Por el contrario, es susceptible de ser provoca­do también en otras regiones del mundo, donde el colonialismo conserva sus bastiones y puede, en consecuencia, servirse de ese arbitrio para falsear legítimos derechos nacionales.

El Gobierno argentino considera que existen casos excepcionales en que el derecho a la libre determinación debe examinarse y aplicarse en armonía con otros principios de paralela o mayor importancia en el contexto de cada situación en particular. En el caso de las Islas Malvinas dicho derecho no puede prevalecer sobre el de la integridad territorial, porque lo contrario implicaría justificar un acto ilegal de fuerza nunca aceptado por mí país y contrario, precisamente, a la Carta de las Naciones Unidas, a la resolución» 1514 (XV) y a las normas que rigen a la comunidad internacional.

El Canciller argentino destacó en su discurso ante la Asamblea General el 3 de octubre pasado,[310] que la posición de la República Argentina con respecto a la población de las Islas Malvinas no ha variado y continúa siendo en un todo acorde con las disposiciones de las Naciones Unidas. Los intereses de las persogas que habitan actualmente las Islas serán tenidos en cuenta de conformidad con el espíritu y la letra de la resolución 2065 (XX) de la Asamblea General, así como de la reciente resolución adoptada unánimemente por el Comité Especial de des­colonización, con fecha 21 de agosto de 1973. El Gobierno argentino ha dado ya evidencias concretas de e-<\ política, mediante diversas medidas que han facilitado las comunicaciones y el bienestar de los pobladores de las- Islas y reitera una vez más. en este momento, su voluntad de garantizar amplia y adecuadamente los intereses de esos pobladores cuando las Islas sean reintegradas al patrimonio territorial argentino.

Otro tema de la nota del 19 de octubre, al cual debo referirme, consiste en que el Reino Unido persiste en rechazar su responsabilidad en cuanto a la paralización de las negociad mes sobre soberanía dispuestas por la resolución 2065 (XX) de la Asamblea General. En tal sentido, reafirmo los conceptos de mi nota del 15 de agosto (A/AC. 109/433), en la cual se ponía de manifiesto el cambio sustancial en la posición del Reino Unido en lo concerniente a la naturaleza de las negociaciones. Tal cambio ha si­do, desde fines de 1972, el motivo que imposibilitó la continuación de dicha negociación sobre la cuestión de fondo.

Como se dijera en esa oportunidad, la postura del Gobierno británico —que comenzó a sostener que la rueda de reuniones a realizar dentro del primer semestre de 1973 no podía ser denominada «de negociaciones so­bre la soberanía», sino que se trataría de meras «discusiones» o «con­versaciones»— constituyó una violación de los términos expresos del párrafo 1 de la resolución 2065 (XX), que precisamente invita a ambos Gobiernos a celebrar «negociaciones» para solucionar la disputa.

Este cuidado en evitar la utilización de la palabra «negociaciones», que se evidencia asimismo en las notas británicas a las que me estoy re­firiendo, resulta sintomático por cuanto indicaría una falta de voluntad de llegar a un acuerdo, esencia misma de todo proceso de negociación, tal como está previsto en la citada resolución 2065 (XX), consensos pos­teriores y notas paralelas dirigidas por ambos Gobiernos al Secretario General.

Las negociaciones deben versar sobre la soberanía de las Islas y deben acelerarse, como lo establece la resolución aprobada recientemente por el Comité Especial de descolonización, a fin de que, sin demora, se ponga término a la situación colonial.

Aunque mi Gobierno lo ha materializado en los hechos en todas las oportunidades posibles, cabe recordar que la República ha cumplido invariablemente las disposiciones de la resolución 2065 (XX), tratando de activar la negociación en todo momento, sin encontrar en el Reino Unido el indispensable eco.

El Gobierno argentino reitera ahora una vez más su disposición para reanudar la negociación sobre soberanía de las Islas Malvinas y en ese contexto demanda del Reino Unido que efectúe su necesario aporte, para que esa negociación se concrete y sea fructífera.

Debo recordar, para finalizar, que si bien los progresos en materia de apertura de las comunicaciones entre el territorio continental y las Islas han sido muchos —sobre la base de lo realizado en ese aspecto por el Gobierno argentino «teniendo debidamente en cuenta. . . los intereses de la población de las Islas Malvinas»— este problema colateral a la negociación sobre soberanía no debe condicionar, ni demorar, la con­tinuación y culminación de aquélla, ni mucho  menos sustituirla.

Mucho agradeceré a Vuestra Excelencia quiera tener a bien destribuir esta comunicación como documento de la Asamblea General y ponerla en conocimiento del Comité Especial encargado de examinar la situación con respecto a la aplicación de la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos Coloniales.

(Firmado) Carlos ORTIZ DE ROZAS

Embajador Representante Permanente

XVIII

Montevideo, 3 de febrero de 1832

CONSULADO BRITÁNICO

Al capitán Duncan, del buque Lexington de los Estados Unidos. Señor:

Ha llegado a mi conocimiento que un vasallo de S. M. Británica (Mr. Matthew Brisbane) está detenido como prisionero a bordo del barco de guerra Lexington de los E.U, bajo cargo de piratería que Vd. propició contra él, estando establecido que dicha piratería se funda en el hecho que él en compañía de otros estuvo actuando a las órdenes de Mr. Luis Vernet, al cual el gobierno de Buenos Aires había nombrado comandante o gobernador de las Islas Falkland, deteniendo o capturando algunos barcos americanos por una presunta violación de esos territorios causada por pescar y cazar focas, después de una advertencia que les fue entrega­da para que desistieran de hacerlo y se alejaran de las islas.

Entrar en cualquier argumentación sobre el derecho de dominio respecto de esas islas, es algo a la vez innecesario y extraño al objeto de mi presentación ante Vd., y no podría modificar el aspecto del caso, pues si es como yo imagino, el gobierno de Buenos Aires o cualquier otro go­bierno que se posesionara de ellas y nombrara un gobernador para cualquier lugar que le gustase, el tal gobierno estaría solamente obligado hacia otros gobiernos por sus propios actos, siendo responsable por las leyes de las naciones de todos sus funcionarios actuando por designación suya.

De aquí se deduce, utilizando el mismo método de razonamiento, que Luis Vernet estaba legalmente nombrado, dado que su título le fue concedido por personas ejerciendo los poderes y las funciones de gobierno de la República Argentina, y estando éstos legalmente elegidos y nom­brados, yo me permito expresarle que dondequiera que se encuentre el delito del que se le acusa haber cometido en el desempeño de sus deberes públicos, éste no le pertenece y la reparación debe ser interpuesta ante el gobierno de Buenos Aires; cuando el poder o la autoridad procede de un gobierno establecido, yo advierto que es sólo frente a este gobierno que las reparaciones por perjuicios pueden o deben ser entabladas, y no sobre individuos que actúan bajo su autoridad, por cuanto es admitido como principio de las leyes nacionales, que la piratería no puede ser llevada a cabo por ningún empleado ostentando el nombramiento de un gobierno reconocido; un funcionario puede realizar agresiones, hacer capturas, o causar agravios, pero ellos con respecto a su propia nación, hacen eso a su propia responsabilidad, y su país es responsable ante el sector ofendido.

Por lo tanto, yo veo así el caso de Brisbane, a quien se lo ha conocido aquí como a una persona bien digna; que él estuvo actuando a través y bajo autoridad constituida, y en consecuencia yo creo que cuando Vd. tome todos estos aspectos en consideración, junto con otras circuns­tancias vinculadas al asunto, se hallará forzado conforme a los más puros principios de justicia, a ponerlo en libertad.

Tengo el honor de ser su más obediente servidor

TOMAS SAMUEL HOOD Cónsul General de Su Majestad Británica.

Fitte (La agresión norteamericana a las Islas Malvinas), pág. 113/114 Doc. N» 59. Fuente: Public Record Office, F.O., 118\28.

EL PODER EJECUTIVO NACIONAL

MINISTERIO

Buenos Aires, 29 mayo 1974

VISTO la Ley 20.561, que instituye al día 10 de junio como «Día de la Afirmación de los Derechos Argentinos «sobre las Malvinas, islas y sector antartico», y dispone su celebración y,

CONSIDERANDO:

Que el propósito perseguido por la Ley, nace de un sentimiento común a todo el pueblo argentino, que satisface en el pleno ejercicio de la so­beranía nacional en esa porción del territorio nacional,

Por ello,

EL PRESIDENTE DE LA NACIÓN ARGENTINA DECRETA:

ARTICULO Io.— El día 10 de junio de cada año, a las 11 horas, en to­dos los establecimientos y dependencias mencionadas en el artículo 2o de la Ley 20.561, se procederá a realizar un acto alusivo de reafirmación de nuestra, soberanía sobre las Malvinas, islas y sector antartico,

ARTICULO 2o.— Los ministros y titulares de entes descentralizados quedan autorizados a disponer en sus respectivas jurisdicciones horarios distintos al previsto en el artículo anterior, cuando ello sea necesario por razones, o modalidades de servicio.

ARTÍCULO 3o.— Por intermedio del Ministerio del Interior, se invi­tará a los señores Gobernadores de Provincias, a adoptar medidas similares a las contenidas en el presente decreto.

ARTÍCULO 4o.— El Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, tomará las previsiones necesarias para que el presente decreto sea cumplimentado en todas las dependencias diplomáticas y consulares acreditadas en el exterior.

ARTÍCULO 5o.— Comuniqúese, publíquese, dése a la Dirección Nacional del Registro Oficial y Archívese.

DECRETO N° 1635

ALBERTO J. VIGNES ANTONIO J. BENÍTEZ JOSÉ B. GELBARD RICARDO OTERO

PERÓN

BENITO LLAMBÍ

Dr. ÁNGEL F. ROBLEDO

JORGE TAIANA

JOSÉ LÓPEZ REGA

El derecho que los estados han forjado a costa de tantos esfuerzos para regir sus relaciones, es una herencia demasiado preciosa para que sea corrompida con el fin de disfrazar los designios imperialistas de nación al­guna.

Goebel

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— ONU: Recueil de Sentences Arbitrales.

— ONU: Crónicas

ÍNDICE

MALVINAS ÚLTIMAS FRONTERAS DEL COLONIALISMO

PRÓLOGO. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . . IX

PALABRAS LIMINARES. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . . XIII

I. UN PRINCIPIO RESPETABLE: EL ESTOPPEL. . .. . .. . .. . .. . . 1

II. APROXIMACIÓN. Versión inglesa. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . … 9

III. OTRA VERSIÓN. La cuestión de derecho. . .. . .. . .. . .. . .. . .. 17

IV. LA CONDUCTA DE LAS PARTES,

SUS INSTITUCIONES, SUS AGENTES PÚBLICOS. . .. . .. . .. . .. 33

V. DESCUBRIMIENTO Y CONTIGÜIDAD GEOLÓGICA. . .. . . 49

VI. UN PROCESO TRASCENDENTAL. COLONIALISMO

Y DESCOLONIZACIÓN. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. 55

VIII. TESIS BRITÁNICA: SU DIPLOMACIA,

SUS APOLOGISTAS. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. 77

VIII. RECLAMACIÓN ARGENTINA Y UNA NUEVA CONCEPCIÓN: LOS DERECHOS ENCARTADOS EN LA CO-SOBERANÍA, EN EL ESTOPPEL,

EN LA DESCOLONIZACIÓN. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . … 89

IX. UNA PERSPECTIVA VIABLE. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. 105

X. HACIENDO FUTURO: LAS NACIONALIZACIONES. . .. . .. . . 109

ANEXO-DOCUMENTOS. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . … 113

BIBLIOGRAFÍA. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .—-• ■ • 141


[1] Véase Piza de Luna, Revista de la Fac. de Der. y Cs. Sociales de Homenaje a Couture, 1957. Montevideo.

[2] Véase Phanor J. Ader, Conferencias, Buenos Aires, pág. 92.

[3] De la Guardia y Delpech, pág. 372, nota 959, citando a Waldock: «los juristas ingleses suelen utilizar el término preclusión de significado más general, y que no sólo incluye el estoppel sino probablemente algo más».

[4] El caso del templo de Préah Vihéar —Cambodia versus Tailandia— (Me-rits, C.I.J. Reporte 1962, pág. 6, es ilustrativo significativamente, y en especial a la luz de las consideraciones contenidas en el voto del vicepresidente doctor Alfaro: «Whatever term or terms be employed to desígnate this principie such as it has been applied in the intemational sphere, its substance is always the same inconsistency betwen claims or allegations puí forward by a State, anda its previous conduct in connection therewith, is not admissible (allegans con­traria non audiendus est)». (pág. 39).

El tribunal británico que se expidió en el caso del Río Encuentro (Chile versus Argentina) apreció la trascendencia del principio, recogió las importantes virtualidades del mismo y aunque desechó las alegaciones de ambas partes respecto de su aplicabilidad en esos antecedentes, se remitió a la opinión del juez Alfaro y señaló que «…this principie can opérate with decisive effect in intemational litigation, and especially in a boundeary dispute… Not surprin-singly, both Parties to the present litigation have sought to pray in aid this doctrine of estoppel. .,»

[5] La misma corona británica ha tenido a su cargo fallar, en diversas ocasiones, en consideración al estoppel. El Reino Unido protagonizó Casos en donde este principio fue acogido y aplicado con energía y categoricidad (Véase Asunto de las pesquerías noruegas). En la actividad diplomática puede ras­trearse hasta el siglo XVTÍI el recurso al estoppel por parte del gobierno in­glés, como se verá en su oportunidad.

[6] Véase primer asunto Chorzow. A. 9 (1924), pág. 31. Citado por Verdross, Curso de Derecho Internacional Pública pág. R2, nota 16. Véase empréstitos. Sorvios y brasileños, citados por C. Dominicé. (C.P.J.I., Serie A. N° 20 y 21 -fuente de D.I.. 1929).

[7] Prestigiosos tratadistas llegan a sostener que aun la costumbre interna­cional no requiere para su perfeccionamiento sino la práctica, prescindiendo del factor anímico (opinio necesitatis).

[8] Al caso de! templo Préah Vihéar cabe agregar, en las actuaciones culmina­das en el reciente fallo de la Corte, contrario a la pretensión belga de ejercer protección diplomática a favor de los accionistas de una entidad constituida y regida en función del derecho canadiense, la aplicación del estoppel sobre un aspecto que afectaba la posición española (véase García Ghirelli, Repertorio, 131/32. Asunte de la Barcelona Fraction, Light and Power Company, Limited Excepciones preliminares C.I.J., Rucueil, 1984, pág. 8

[9] Véase opinión de De la Guardia y Delpech, pág. 64, nota 129. ídem véase el caso de los Intereses Alemanes en Alta Silesia, pág. 237, nota 577, in fine.

[10] En el caso de las parcelas fronterizas (Bélgica versus Holanda, C.I.J. Reports, 1959) el estoppel fue opuesto a una pretensión de soberanía fundada en una equivocidad del tratado (véase García Ghirelli, Repertorio). Con el voto de Guggenheim, la Comisión de Conciliación franco-italiana (véase ONU, Rec. de Sent. Arbitrales, XVI, pág. 219) alude a la aplicabilidad del principio del estoppel.

[11] Honduras y Nicaragua habían dirimido sus diferencias conforme al fallo del rey de España (Alfonso XIII, diciembre de 1906). La C.I.J., en sentencias de 18 de noviembre de 1960 (Rec. 1960, pág. 192), hizo valer como admisión por Nicaragua durante el procedimiento arbitral, su silencio respecto del tratado que instituía dicha instancia. Véase Espeche, op. cit., págs. 24-26.

[12] Pecourt García incluye —como comportamiento, por tupuesto— a la omisión o al silencio que «puede, en ciertos casos, dar lugar a una represen­tación inexacta o errónea de la realidad. . . cuando el silencio es de tal na­turaleza y se produce en tales circunstancias que se hace preciso evitar que el que guardó silencio niegue. . . aquello que la parte contraria dedujo para obrar, entonces el silencio origina un estoppel». Le atribuye como rasgos comunes, por encima de sus diversas fórmulas y res nifestaciones (estoppel by silence; bydeed; by conduct; as a rule of evidence, etc.), a) la consagración de la responsabilidad nacida de las apariencias creadas y b) consecuen­temente, la obligación por parte del sujeto de tal responsabilidad de asumir el riesgo de las reacciones que su actitud o su actividad pueda provocar en otra persona. Mutatis mutandi, respecto de los Estados.

[13] Londres, 1854: Ante la Comisión Mixta, el Comisario norteamericano hizo expresa alusión al estoppel (Pecourt García, op. cit, pág. 101).  En el asunto del Lotus, se dio valor de consentimiento a la falta de protesta Véase Verdross, pág. 104, nota 37 (C.P.J.I.).

Tuvo su lugar en ocasión del arbitraje sobre el Mar de Bering (1893) en el asunto de las Presas sobre el Mosa; el caso Landreau (U.S.A. – Perú) y en in­finidad de oportunidades los Tribunales internacionales han reconocido su in­corporación regular al escenario del derecho de gentes. Véase Christian Dominico, A propos du Principe d’Estoppel en Droit des Gens (en Rec d’études de D.I. en hommage á P. Guggeinheim).

Espeche op. cit. glosando a Akehurst, menciona pronunciamientos y deci­siones del Tribunal Admini. de la ONU. de la O.I.T. y de la Corte de Justicia de las Comunidades Europeas.

[14] Enmienda de U.S.A. (Véase De la Guardia y Delpech, pág. 375, nota 971.)

[15] Aplicación congruente del principio ex iniuria ius non oritur

[16] Véase «Principios del Common Law y del Derecho Latinoamericano» (Instituto de Derecho ComDarado’de la Universidad de Buenos Aires, 1960).

[17] Véase Pecourt García, «El principio del estoppel en D.I.Público en Revista Española de Derecho Internacional 1962 págs. 102 y 103.

[18] Véase M. A. Espeche en su trabajo «El estoppel como principio» —increí­blemente inédito—, apoyado en Barale, Jean, L’acquiescement dans la jurisprudencie internationale, A.F.D.I., 1965, pág. 424.

[19] Véase De La Guardia y Delpech, op. cit., págs. 373 y 374.

[20] Véase I. Pizza de Luna Rev. de Homenaje á J. Couture, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Montevideo, 1957, pág. 558.

[21] Una prueba importante de su vigencia radica en los términos del artículo 18 de la citada Convención sobre el Derecho de los Tratados de Viena, 1969, así como en las discusiones que precedieron su aprobación.

[22] Alusión al caso de los islotes Minquiers y Ecréhous en el Canal de la Mancha (Francia versus Reino Unido), donde éste último se benefició me­diante dos distintas modalidades de aplicación del principio. Véase «Com-«bortement des Etats», Recueil d’etudes de droit intemational en hommage a Guggenheim.

Otra importante contribución al estudio, con abundancia de referencias a casos prácticos, en el trabajo del profesor ginebrino Ch. Dominico, en la misma publicación, págs. 327 y sigs. Corresponde recordar la trascendencia acordada por la Corte al hecho de que Francia no había opuesto reservas a una nota diplomática que incluía el archipiélago como de pertenencia del Reino Unido. O. cit.   pág. 253.

[23] Central Office of Information. Londres. «Facetas de la Commonweaíth, las Islas Falkland y sus Dependencias» 11.3, Boletín de Mayo cié 1966.

[24] Este detalle, intrascedente, no podrá ser confirmado sin cambiar los hechos. Éstos parecen más bien haberse ajustado a la afirmación del doctor Moncayo: «Había ella (Francia) efectuado la primera colonización de las islas, que precedió en el tiempo y aventajó en magnitud al posterior establecimiento in glés de Puerto Egmont» (Conferencia del 14-8-1964, pág. 2). Con modestia, los franceses habían escrito en su placa de 1764: «Aunque pequeños, empren­demos grandes cosas». De ahí el error en que incurre el Boletín (véase Groussac, Compendio, pág. 5).

[25] El brillante Bougainville, elogiado por Diderot, había permutado sus galones del ejército por el título de capitán de fragata.

[26] Choiseul comunicó oficialmente estas circunstancias al embajador inglés en París, notificándole que «España había reclamado y recibido de Francia las Malvinas de conformidad con el Tratado de Utrecht, en el que se declaraba que con exclusión de los españoles nadie podía establecerse en aquella parte del mundo», haciendo constar que el Tratado había sido reconocido por Inglaterra (Migone, Mario Luis, 33 años de vida malvinera, pág. 49).

[27] «Se cree que las islas Falkland fueron avistadas por el capitán británico Davis en 1592, y luego por Hawkins en 1594. Un capitán holandés, Seebald de Weert, las avistó de forma comprobada en 1600…»

Central Office of Information, Londres. Bol. Facetas de la Commonwealth, R(DFS) 4146/66, Setiembre-mayo de 1966.

[28] Migone, Mario L., op. cit., pág. 86.

[29] El galante embajador Harris llegó a recibir órdenes de su gobierno para abandonar Madrid.

[30] Véase anexo, Documentos.

La reserva constituye «una declaración unilateral, cualquiera sea su enun­ciado o denominación, hecha por un Estado al firmar, ratificar, aceptar o aprobar un tratado o al adherirse a él, con objeto de excluir o modificar los efectos iurídicos de ciertas disposiciones del tratado en su aplicación a ese Estado». (Convención de Viena, 1969, art. 2o, 1, d.)

[31] A este acuerdo alude lord Aberdeen como «arreglo definitivo», al contestar la cuarta protesta argentina (febrero de 1842), agregando que «en ejercicio de este derecho acaba de ser inaugurado en estas islas un sistema permanente de colonización». Moreno, Juan C, Nuestras Malvinas, págs. 27 y 28.

[32] Véase en Revuc Egyptienne de Droit International, vol. 23, 1967, la siguiente explicación: «The ENGLISH, ON LEAVING THE Island, left behind them a metal píate reading: BE IT KNOWN TO ALL NATIONS THAT FALKLAND’S ISLAND WITH THIS PORT . . .» (H.E. Mr. Carlos Bollini Shaw).

[33] Detalle significativo, señala Paul Groussac, ello se hizo en presencia del célebre navegante inglés James Wedell, quien había recalado en las Malvinas en el curso de su primer viaje antartico. (Véase en el Compendio, pág. 24)

[34] El Derecho Internacional prohibe a cada Estado interferir con los derechos de los demás con relación a sus respectivos territorios. Como dijo la Corte Internacional de Justicia en el asunto del Canal de Corfú, entre estados in­dependientes, el respeto de la soberanía territorial es una de las bases esen­ciales de las relaciones internacionales. Jiménez, op.eit., pág. 377.

[35] Sin que Inglaterra se opusiera. Ello constituye un clarísimo estoppel, im­pedimento, para que pueda en el futuro pasar por sobre tal reconocimiento

[36] La Asamblea General de las Naciones Unidas, Res. 2065 (XX) (Véase Anexo).

[37] Véase sobre las limitaciones al mencionado principio, el fallo de Huber en el asunto de la Isla de Palmas, (glosado por Jiménez de Aréchaga, Curso de Derecho Internacional, II, pág. 383.)

[38] En su fallo sobre las pesquerías en el Mar del Norte, el alto tribunal opuso al Reino Unido su prescindencia, su inacción, ante un asunto que le concernía y que no podía ignorar, como era la aplicación de un real decreto noruego que delimitaba en forma especial sus aguas territoriales.

[39] Justicia arbitral: véase Moore, International Arbitrations, vol. V, pág. 5018, citado por Jiménez de Aréchaga, op. cit., pág. 415, nota 85: «la prescripción durante un período de cincuenta años será buen título» (Tfatado entre Venezuela y Gran Bretaña). En el caso de los islotes de la Mancha el abogado británico había dicho: «los actos ocurridos entre 1800 y 1876 son suficientes para conferirnos título», Pleadings, vol. II, pág. 266. Gobernantes de las Mal­vinas hasta 1833, véase Crónicas del Atlántico Sur, Fitte,» págs. 321 y sigs.

[40] Alegato del doctor Ruda (1964), que fundamentaba la caracterización de la presencia británica en ese lapso, y hallaba que ella había sido ilícita, clandes­tina, tardía, contestada, brevísima, precaria y parcial.

[41] Podría agregarse, sin incurrir en imprecisión, que a raíz de las ocultas motivaciones subyacentes en ocasión de tentarse la exploración para la con­quista auspiciada por el Almirante Anson, a mediados del siglo XVIII, con supuestas finalidades científicas, ha quedado configurada una conducta fraudulenta, previa a la incursión verificada pocos años más tarde (véase Goebel, pág. 229. Reiteración de la tentativa de fraude (a blind), en ocasión del viaje de Byron (1764). Véase Groussac, Compendio, pág. 15. Esto vale también como reconocimiento de no pertenecerles las islas (estoppel). El ajuste consistiría en establecer que ni como licencia poética podría ad­mitirse una consulta a la población sometida a una dominación colonial, ilí­cita. Asimismo, una sistematización de las inconsecuencias en el comporta­miento, susceptibles de estoppel, habría demostrado que el Reino Unido es el último Estado en el mundo que podría aspirar a la pertenencia de las islas Malvinas.

[42] Goebel, Julius, (h). La pugna por las Malvinas. Yale University Press, 1927, y traducción del Ministerio de Marina de la República Argentina, 1950, pág. 76.

[43] Véase Jiménez de Aréchaga, Curso II, pág. 383.

[44] La validez y la plena eficacia jurídicas de las concesiones efectuadas por la Silla Apostólica fue usufructuada por la corona británica. Así resulta de las consecuencias extraídas de la Bula Laudabiliter, cartas patentes fundadas en atribuciones papales a la corona portuguesa, etcétera.

Enrique II fue beneficiado por el Papa Adriano. Enrique VII usufructuó bulas expedidas a los portugueses y concedió privilegios fundados en ellas en 1502 (véase José Arce, op. cit., págs. 140 y 141).

Según Stadtmüller (.Historia del Derecho Internacional Público, págs. 133 y 134), «La Cancillería española bosquejó un edicto papal, que luego otorgado por la curia romana mediante la investidura pontificia solicitada, la preten­sión política de la corona española recibía su sanción jurídica internacional…»

[45] Es de apreciar con mayor detalle el histórico episodio por el cual el gobierno inglés expuso un plan de navegación y exploración que comprendía las Islas, en reconocimiento de pertenencia española. Negada la autorización, Ingla­terra no objetó ni insistió en el planteo, reiterando su aquiescencia a la auto­ridad bajo cuyo poder se encontraba el archipiélago (1748-1749). Decía Goebel: «Los británicos adoptaron el punto de vista de que su expedición era pura­mente científica, aunque su verdadero propósito nunca fue desconocido por los españoles. Estos últimos, por su parte, declinaron aceptar el proyecto… El mero hecho de que el proyecto fuera presentado a la corona española tiende a demostrar que estaban perfectamente advertidos del hecho de que, según los tratados vigentes, no disfrutaban de tal derecho, pero trataron de procurár­selo valiéndose del pretexto de enviar una expedición científica…» (op. cit., pág. 229).

[46] Esta segunda incursión se instala cuando del contradictorio internacional resultaban no sólo la inexistencia de fundamentos para la primera tentativa, sino la improcedencia, por reconocimientos, prescripción extintiva y nuevos tratados (Saint Laurence Convention, 1790), de expectativas inglesas sobre las Islas.

[47] Alcanzado en. vísperas de la sesión del Parlamento dispuesta para la dis­cusión del conflicto diplomático, con intervención deFrancia, fue formalizado el 22 de enero, de 1771. La reserva española cubre todas las Islas. Inglaterra sólo aspira a la restitución de un establecimiento por razones-de dignidad. La. opinión pública, la prensa y miembros del gobierno desaprobaron la. pérdida de posición gubernamental en el caso, Véase José Arce,.pág. 79.

[48] Véase Memorias de M. Pitt, y Caillet Bois. ídem, Memorial de Vernet; en Fiíte, La agresión norteamericana a las islas Malvinas,, Documento 143 pág 304.

[49] Véase texto del acuerdo en el anexo.

[50] Esta placa, muy pronto arrancada por los españoles y llevada a Buenos Aires, fue recuperada por Beresford y enviada a Inglaterra. No pudo cumplir, pues, su misión de servir de información, ni se la volvió a instalar una vez recobrada. Suponer que ella puede representar un símbolo eficaz a la luz del derecho internacional, es prescindir del reconocimiento de nociones básicas. El Reino Unido, paradójicamente, ha reclamado en su contienda jurídíca juridica ante la C.I.J., en el caso de las pesquerías noruegas (sentencia del 13-12-1951), ar­gumentando que el sistema jurídico noruego le era desconocida, que carecía de la notoriedad requerida para fundar un titulo histórico… (véase García Ghirelli, Repertorio de la jurisprudencia de la C.I.J., pág. 40). A esto, se suma el estoppel por actos propios del derecho internacional consuetudinario contrario a la posesión simbólica.

[51] Poco tiempo después, hasta los cimientos del fuerte ingles fueron arrasa­dos. Nada se supo en Londres durante muchos años de los símbolos dejados y tampoco del llamado Fuerte del Rey Jorge. Las ordenes impartidas al capitán Onslow al partir hacia las islas contienen la siguiente confesión: “ . . . dispondrá la reparación del Fuerte JORGE si aún queda algo de el», Fitte, Documento 170, en «La agresión norteamericana a las Islas Malvinas»’.

[52] Definitiva, según José Arce, ‘Las Malvinas, esas pequeñas islas. . ., págs. f!3 y 84. comprobado por el doctor R. Martínez Moreno en «La cuestión «Malvi­nas», 1965, Universidad Nacional de Tucumán.

[53] El gobierno británico no podría pretender desconocer, entonces, el valor que entre las partes hubieron de tener las señas y publicidad internacional con que España marcaba la intención de no abandonar las Islas al evacuarlas en 1811.

[54] A causa del problema suscitado por el rescate de Manila, el Ministro Cholseul, amigable componedor entre Inglaterra y España, propuso un ar­bitraje que aquélla rechazó por «comprometer la dignidad inglesa», en una época en que loa medios pacíficos ofrecían menos recursos a la solución de las controversias qm en la actualidad,

Sobre la cuestión Malvinas específicamente, José Arce, en su obra Las Mal­vinas, esas pequeñas Mas., .pág. 119, glosa la nota en que el canciller Quirno Costa con fecha 8 de junio de 1888 menciona «el silencio que guarda el gobierno de Su Majestad Británica ante las sugestiones de someter el asunto a arbítrale que le han sido hechas por el gobierno argentino».

[55] Sería Imposible hallar la fuente Jurídica de una obligación tal. Véase opinión del Juez de la cu,, Jiménez, Curso ii, pág, 413.

[56] Habla sido d^atinarla al Atlántico Sur para sustituir a la «Vandalia»!!!

[57] Véase en Fitte, Documento N° 45, pág. 81 «Al vizconde Palmerston, N° 5, Buenos Aires, Dic. 31 de 1831». Op. cit.

[58] Siempre se ha. considerado, desde que el principio pacta sunt servanda rige en el ámbito de las relaciones internacionales, que la aptitud para ejercitar una acción la otorga el interés. Aquel principio fue violado por Inglaterra en 1766 y 1833 y esta regla opone otro estoppel por desinterés. Ella ha sido recien­temente aplicada por la C.I.J. (1966) en su fallo sobre lacuestión suscitada por Etiopía y Liberia contra